jueves, 21 de abril de 2011

Via Crucis

“Se me ha dado un corazón capaz de acoger todas las formas:
Es prado para las gacelas, monasterio para los monjes
 altar para los ídolos, piedra negra para los peregrinos,
 Tablas de la Ley y Libro del Corán.
Vivo en la certeza del Amor y en Él me refugio,
iré allí adonde me arrastre su cabalgadura”.
(Ibn Arabí, Engarces de Sabiduría) 

“Toma nota; y lo mismo que las digo,
lleva así mis palabras a quien vive el vivir
que es carrera hacia la muerte.”
(Durante Alighieri, Purgatorio, XXXIII, vv. 52-54)

“Sólo cuando cesa el agitado vaivén de las olas,
el océano ilimitado desvela su serenidad eterna.”
(Farid Al-din Attar, Parlamento de los pájaros)


Como bien descubrió Emmanuel Swedenborg en sus distintas conversaciones por las calles de Londres, todo aquel camino iniciático que se precie recorre siempre un itinerario prefijado que va desde el infierno, pasando por el purgatorio, hacia el cielo. Los antecedentes literarios de este esquema son tan notables como numerosos: la “Narración” (Arda Viraf Namak) del persa Arda Viraf,  el “Viaje nocturno” de Muhammad (Qorân XVII, Al-Isra’), la “Epístola del perdón” (Risalatu Al-Gufrán) del sirio Abu-Al-Alá Al-Maári, las “Aperturas a la Meca (Futuhát Al-Makkíah) del murciano Ibn Arabí, el “Libro de la escalera” (Liber Scala Mahometi) de Buenaventura de Siena, amigo de Brunetto Latini, y sin olvidar, por supuesto, el poema universal, nuestra “Divina Comedia”, compuesta en tres cantos por la sabia mano del querido y admirado maestro florentino Durante Alighieri, a quien tantas veces recurrimos y extorsionamos, haciéndole decir lo que nos parece.
Quien considere estas obras como simples fantasías literarias, en realidad no las comprende del todo. Así mismo, quien las vea como una mera construcción conceptual, envuelta en un ropaje poético, no les hace ninguna justicia. Tal es la perspectiva relativista que domina en las ciencias modernas, fundadas en una lógica de orden racionalista.

Su factura sin embargo no es tan solo el mero producto de una fecunda imaginación espuria, ni tienen por fin, únicamente, el llegar a cautivarnos y embriagarnos, provocando una suerte de adictivo goce estético. Estas obras albergan y custodian en su esencia un carácter netamente doctrinal, incluyendo en su seno –y casi siempre entre líneas y símbolos cifrados- un conjunto de saberes y elementos técnicos tradicionales que la comunidad -para la cual están destinados- debe conservar, rescatar y sentir (saborear) en su plena intimidad.



Los escritores que dejaron constancia que lo que, hasta su fijación escrita, había sido narraciones sagradas, recibidos y transmitidos de forma oral, no buscaban la meta de alcanzar la simetría o belleza formal, sino ante todo y en primer término, perseguían acercarse en lo posible a la Verdad, de la cuál justamente habría de derivarse la armonía de todos sus relatos y escritos. Bajo esta perspectiva, podemos considerar que una obra es verdadera –esto es, está inspirada- en cuanto pretende un acercamiento sincero a la suprema Realidad y no a los meros accidentes –panta rei- de lo que no es sino apariencia. Hablamos, en este caso, de una lógica intelectual, cuyo conocimiento sería desvelado por el centro espiritual en el corazón de quién actúa como –hace las funciones de- escritor, esto es, fijador de la Tradición Primordial.
Común denominador de las obras mencionadas es la presencia de uno o más maestros que acompañan al narrador a lo largo de las etapas de su periplo iniciático de contemplación y conocimiento, actuando como verdaderos guías cualificados, debido a su pleno conocimiento de los pormenores del ascenso a través del itinerario espiritual.
Todo viaje iniciático comienzan en las tinieblas: Muhammad lo inicia en el medio de la noche, Dante en el medio de una selva oscura.
Infierno. La región de los que creen estar vivos. Estación infernal que transcurre en lugar coronado por el más absoluto caos, donde la materia se descubre dura y terrosa, donde la oscura negrura de las sombras y la muerte dominan. Aquí Saturno es el astro rector. La acción es descontrolada y poco fluida, dado el predominio de la materia densa, poco espiritualizada. De allí que "el fondo del Infierno es la zona más pétrea y helada de la "tierra"; y esta "petrificación" del espíritu en sentido negativo (de alejamiento progresivo del dinamismo espiritual), es operado por la pasión de la soberbia...".



Vía Purgativa. La región de los que saben, aunque no siempre les guste reconocerlo, que están muertos. En los distintos Juicios Finales elucubrados por la escatología cristiana nada hay de puntos intermedios, nada se dice de un estado de transición y de espera en los que el alma se purifica. En la Alquimia es la etapa o lugar de las abluciones, de los lavados, las continuas purificaciones de la materia prima, la que deviene en mercurio segundo.
Como en el Hamistagan zoroastriano, el tiempo se encuentra detenido, "eternamente estacionario". La acción y la contemplación están en extraño equilibrio; por lo que no hay avance ni retroceso espiritual. Allí se hallan quienes en vida lograron perfecta igualdad de acciones positivas y negativas. El Corán (VII, 44, 46) describe esta estación como al-A’raf, la mansión o lugar que separa a los bienaventurados de los réprobos, donde los espíritus que allí recaban padecen sujetos a un suplicio psíquico, sin sufrimiento sensible, producido por el deseo eternamente insaciable de ver a Dios. Privados del premio del paraíso y exentos del castigo físico del infierno, puede decirse que están suspensos, como colgados o pendientes, entre el cielo y el infierno. No sufren pena ni castigo, pero les es negada la visión de la divinidad.
Vía Iluminativa. Aquel que los alquimistas o filósofos por el fuego llaman nuestro rey ha sido coronado. La inmortalidad y la bienaventuranza son conocidas. La tríada zoroástrica (buenos pensamientos - buenas palabras - buenas obras) se cumple perfectamente. El suave descenso de la shekinah inunda el corazón, lo cubre de certeza, y el iniciado se abandona a la contemplación, la cual se expresa en alabanzas y en un estado de perpetua paz, sosiego, quietud y tranquilidad que sólo en el cielo hallamos. En la “Divina Comedia”, Dante siente que se eleva hacia un continuo crescendo de resplandor y de luz, que muchas veces lo deslumbra y enceguece.
Vía Unitiva. Shalom, Cristo crucificado. Tú que igual nos creaste desde la fuerza de tu espíritu, también nos rescatas de la realidad impermanente del este mundo desde la más absoluta de las indefensiones, transmuta ahora este dolor y esta muerte en liberación, desgarra de una vez por todas esta prisión de espacio y tiempo,.
Príncipe de la vida (Hch 3, 15), tú que guardas la llave del Hades (Ap 1, 18)  y descendiste al Sheol para rescatar a aquellos iniciados que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras, y que por temor a la muerte estaban “muertos”, sometidos de por vida a la esclavitud (Hb 2, 14-15), consiente que al volver a oír tu voz en su corazón marchito y recordar tu nombre (Flp 2, 10), por su poder regresen de nuevo a la “vida verdadera”, ya liberados.
El velo del Sancta Santorum ha sido desgarrado. Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. La tierra temerosa no se atreve a moverse: “Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto".

Via crucis necesario. Habremos de terminar dando la razón al toscano Buenaventura de Siena, quien en su Liber Scalae Mahometi nos recuerda sabiamente que: “A partir del conocimiento de las tinieblas, la luz resulta más grata y la naturaleza de los adversarios más evidente”.  


“Sólo de oídas te conocía;
mas ahora te han visto mis ojos”
(Job 42, 5)


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