miércoles, 27 de abril de 2011

Eros y Psique

“Nos has hecho para ti,
y nuestro corazón no halla sosiego
hasta que descansa en ti”
(Agustín de Hipona, Confesiones Libro 1, 1)

"Eli, Eli, metul mah shevaktani"
(Tehilim / Salmos 22, 2)

“Pues no existe remedio para Amor,
ni bebida, ni comida, ni ensalmos,
sino sólo besos y abrazos
Y yacer juntos y desnudos”
(Longo, Dafnis y Cloe)


 
¿Dónde termina en nosotros la psique y comienza el Espíritu? Los seres humanos a los que el ego les permite ser conscientes de su situación indigente y menesterosa, sienten necesidad de “lo espiritual” precisamente porque han descubierto de pronto su limitación, se han encontrado con su cortedad, y no porque ya se encuentren completos. Su viaje espiritual parte de la carencia, de la imperfección, no de la completitud y de la felicidad plena; es porque estamos enfermos por lo que nos sentimos necesitados de curación.
Si consideramos las aportaciones de la actual Psicología del Desarrollo, sobre todo las que se refieren al modelo Psicosocial elaborado por Erik Erickson, podemos establecer algún paralelismo entre nuestro crecimiento psicofísico y nuestro crecimiento espiritual.


 

Para este investigador, la vida humana transcurre entre una constante sucesión de crisis o conflictos, a las cuales han de enfrentarse las personas durante la totalidad de su periplo vital.
Tras el trauma del parto nacemos a la conciencia samsárica, la sensación de estar en el aquí y ahora, aprisionados en un cuerpo que habrá que hacer sobrevivir. La primera lección (hasta los 18 meses aproximadamente) que nos cabe aprender es la de llegar a confiar en una vida “que ya nos empuja con un aullido interminable”. La lógica de la pasiva del alma temprana, que apenas si ha logrado acostumbrarse a la herida de los sentidos, es prelingüística y booleana: clasifica las percepciones en cosas nutritivas y útiles (a las cuales se acerca) y cosas venenosas-peligrosas (que ataca o rehúye). La construcción de nuestra primera realidad-túnel fija así las actitudes básicas de confianza y sospecha para toda la vida, determinando los estímulos externos que en adelante desencadenarán el acercamiento o el rechazo. Parece ser que el escepticismo radical poseé unas raíces muy tempranas.
El desarrollo muscular y el control de las eliminaciones corporales proporciona al niño (desde los 18 a los 3 años aproximadamente) merced a la metamorfosis que lleva del gatear al caminar, el descubrimiento (construcción) del ego. Se adquiere así mismo el sentido del estatus, sentido del estatus, la manera cómo se ve a sí mismo con relación a la manada o la tribu. La afirmación de la voluntad es la droga que alimenta al yo incipiente. El cachorro humano, en esta etapa de elevado cariz emocional, actúa como una suerte de mamífero político, lleno de exigencias territoriales físicas (y psíquicas) a su entorno inmediato. La realidad-túnel de la primera etapa, basada en lograr la biosupervivencia se amplifica así, llegando a identificar aquellos estímulos que desencadenarán en lo sucesivo un comportamiento dominante y agresivo, o por el contrario, dócil y solidario.
La tercera lección que la vida reserva al alma (aproximadamente desde los 3 a los 5 años) es la de tener iniciativas sin por ello experimentar ninguna culpa. Gracias a descubrir el mágico poder del juego, el niño amplía una vez más su realidad-túnel, sobre la base realista de un sentido de ambición y de propósito. Activo, enérgico y locuaz, aprende a moverse más libre y violentamente, su conocimiento del lenguaje se perfecciona, comprende mejor y hace preguntas constantemente; lo que le permite expandir los límites de su cada vez más poderosa imaginación. Podemos decir que, en este punto del desarrollo humano, la trampa de la mente ha quedado definitivamente diseñada. Aquí se descubre que “no se debe” todo lo que “se puede”, ni “se puede” todo lo que “se quiere”, dado lo rudimentaria que resulta todavía su genitalidad.
Aprendiz de vampiro, es ahora cuando le cabe instruirse y perfeccionar el arte de apropiarse de la atención de los demás. Para ello irá adquiriendo de forma paulatina competencia en su capacidad de recibir, asimilar y transmitir señales producidas por la mano homínida (herramientas) y por los nueve músculos laríngeos de los homínidos (lenguaje).
El modo en que quede configurada la realidad-túnel en este etapa condicionará el grado y estilo de confianza-desconfianza que afectará a la "conciencia", el grado y estilo de imposición-sumisión que caracterizará al "ego", y el grado y estilo de habilidad-tor­peza con el que la "mente" manejará herramientas e ideas durante la etapa escolar, llegando a dominar el entramado de experiencia social experimentando, planificando y compartiendo (aproximadamente desde los 5 a los 13 años ), configurando, en el mejor de los casos, su laboriosidad o, en el peor de ellos, su sentimiento psicológico de inferioridad.
Claudio Naranjo nos recuerda con frecuencia en su obra nuestra condición de seres tri-cerebrados. Así, la "conciencia" del primer cerebro sería en esencia la de un invertebrado que va a la deriva, atraído por lo alimenticio y repelido por los peligros. El "ego" del segundo cerebro sería el del mamífero, en su afán de disputar su estatus dentro de la jerarquía de la tribu. La "mente" del tercer cerebro sería paleolítica, imbricada en la cultura humana y enfrentada a la vida con un complejo sistema de artilugios y simbolismos verbales artificiales.
El cuarto cerebro socio-sexual sería así el del post-homínido y específico del homo sapiens, el ser humano "domesticado", es decir, aquel que se activa en la pubertad, cuando las señales de ADN estimulan la secreción de las hormonas sexuales que inician la metamorfosis para convertirse en adulto.

Los primeros orgasmos o experiencias sexuales fijan un rol sexual que se graba bioquímicamente y permanece inalterable de por vida, en forma de identidad, a menos que se aplique alguna forma de lavado de cerebro o regrabación química. En el lenguaje cotidiano, a la realidad-túnel banal y repetitiva que se ahora se cristaliza se le conoce con la etiqueta de "personalidad adulta", afrontando las dificultades de la senectud –hasta que llegue liberadora la hora de la propia muerte-, debatiéndose entre optar por la intimidad amorosa, la promiscuidad y el aislamiento, entre la generatividad vital y el tedio sórdido del estancamiento, entre saborear las mieles de un sentimiento de plenitud e integridad personales o torturarse ante la decrepitud psico-corporal en la más rotunda desesperación de la adultez más tardía.
Los parámetros kantianos de adelante-atrás, arriba-abajo y derecha-izquierda , que limitan y delimitan nuestra vida terrestre, se habrán de mostrar tan “categórica” y rígidamente euclidianos.
Adelante-atrás son las dos opciones que tiene el bio-computador que opera desde la conciencia primigenia: avanzar, ir hacia delante, olisquear, tocar, probar, morder; o reti­rarse, retroceder, huir, escapar.
Arriba-abajo, la opción gravitatoria, está presente en todas las descripciones etiológicas del combate animal. Erguirse, hinchar el cuerpo, rugir, aullar, chillar -o encogerse, ocultar la cola entre las piernas, gemir, escurrirse, gatear, encoger el cuerpo. Los reflejos que constituyen el “ego” son comportamientos de dominio y sumisión que comparten la iguana, el perro, el pájaro y el director de la sucursal de banco más cercana.
Derecha-izquierda es la oposición principal del cuerpo adaptado a la vida en el planeta. El predominio de la mano derecha, y la tendencia a emplear las funciones del lóbulo izquierdo que lleva asociada, decide nues­tra forma característica de fabricar herramientas y pensar con conceptos, atributos propios del barullo de la "mente".
La geometría euclidiana, la lógica aristotélica y la física newtoniana son metaprogramas que sintetizan y gene­ralizan los programas del adelante-atrás del primer cerebro, el arriba-abajo del segundo y el derecho izquierda del tercero. El cuarto cerebro, encargado de la transmisión de cultura tribal o étnica de generación en generación, introduce la cuarta dimensión: el tiempo.
El consumo de drogas -o la práctica de psicoterapias transpersonales, bajo la excusa de sanar traumas enquistados- permiten recapitular al individuo algunas de las etapas de su desarrollo precedentes.


Así, la adicción a los opiáceos se asocia con el deseo de retornar a la conciencia flotante del recién nacido,  al nivel de inteligencia celular, a la pasividad de biosupervivencia. Con la ingesta de elevadas cantidades de alcohol rescatamos el abanico de conductas territoriales de los vertebrados y las políticas sentimentales y emocionales de los mamíferos. El café o el té, una dieta alta en proteínas, las anfetaminas o la cocaína exaltan y potencian las posibilidades de nuestra limitada capacidad mental. La química de la disfunción sexual recupera los neurotransmisores que generan las glándulas en la pubertad y fluyen caudalosamente en la sangre de los adolescentes. Podemos llegar donde nos propongamos. Sin embargo…
Ninguna de estas drogas terrestres modifica las huellas bioquímicas. Las conductas que desencadenan son las que se grabaron en el sistema nervioso en las primeras etapas de maleabilidad. El “ego alcohólico” recurre a los juegos y tretas emocionales aprendidos de sus padres en la infancia. La "mente cafeinómana" no va nunca más allá de las permutaciones y conmutaciones de las reali­dades-túnel grabadas originariamente, ni de las abs­tracciones asociadas con huellas grabadas posteriormente. Y así sucesivamente.


Así es la vida. ¿No hay nada más? ¿Dónde “diablos” queda entonces eso del Espíritu? Por seguir con la exhaustividad clasificatoria, podríamos distinguir cuatro estadios o fases del desarrollo espiritual: la fe o creencia, la certeza, la experiencia directa o saboreo y, por último, la adaptación permanente; dicho de otro modo; uno puede creer en el Espíritu, uno puede tener fe en el Espíritu, uno puede experimentar directamente el Espíritu y uno puede devenir Espíritu.
La fe o creencia es el primer (y, por consiguiente, el más común) de los estadios del desarrollo espiritual. La creencia requiere imágenes, símbolos y conceptos y, en consecuencia, suele originarse en el tercer nivel mental. Pero el desarrollo de la mente atraviesa distintas fases -mágica, mítica, racional y visión-lógica-, cada una de las cuales sirve de fundamento a un tipo (y a un estadio) de creencia religiosa o espiritual.
El estadio de las creencias mágicas (ejemplificado por el vudú y los conjuros mágicos) es egocéntrico y se da tal fusión entre el sujeto y el objeto que aquél cree que la fuerza de su deseo puede llegar a operar sobre el mundo físico y sobre los demás. La creencia mítica, por su parte, suele ser sociocéntrica y etnocéntrica, lo cual significa que diferentes grupos sostienen mitos diferentes habitualmente exclusivos (es decir, si uno cree, por ejemplo, que Jesús es el salvador de la humanidad, no queda lugar alguno para Krishna), y proyecta sus intuiciones espirituales sobre uno o más dioses o diosas físicamente desencarnados que tienen el poder de influir sobre las acciones humanas. La creencia racional, que constituye una decisión racional, no representa a Dios o la Diosa de un modo antropomórfico, sino en tanto que el Fundamento Ultimo del Ser y, en ese sentido, desmitologiza la religión. Se trata de una modalidad que alcanza su cúspide en la creencia visión-lógica y que explica el Fundamento del Ser en tanto que Gran Sistema Holístico, Gaia, la Divinidad.
Todas estas creencias mentales suelen ir acompañadas de sentimientos o sensaciones emocionales muy intensas que no necesariamente resultan ser experiencias directas de las realidades espirituales supra-mentales. En ese sentido, se trata de diferentes modalidades de traslación que pueden ser abrazadas sin transformar en lo más mínimo el propio nivel de conciencia. Pero, cuando la traslación comienza a madurar y la emergencia directa de los dominios superiores comienza a presionar al yo, la fe o creencia acaba desembocando en la certeza.
La certeza comienza allí donde la creencia pierde su poder. Porque el hecho es que llega un momento en que todas las creencias mentales -precisamente por el hecho de ser mentales y no supramentales o espirituales- pierden su fuerza, pierden su poder sobre la conciencia y comienzan a palidecer porque, a fin de cuentas (por más que uno crea en el Espíritu como «red-de-la-vida», por ejemplo), uno no deja de sentirse como un ego separado, aislado y lleno de miedos. De poco servirá, en tal caso, esforzarse en seguir creyendo, porque la creencia habrá dejado ya de funcionar.
Es entonces cuando va tornándose dolorosamente evidente que, si bien la mera creencia puede proporcionar algún sentido traslativo, no comporta, no obstante, la menor transformación verdadera. (Y las cosas pueden ser todavía peores en el caso de que uno sustente creencias mágicas o míticas, puesto que tales creencias no sólo no son transformadoras, sino que operan como una fuerza regresiva que aleja a la conciencia de los dominios supra-racionales).
Pero también hay que decir que, detrás de la creencia mental en Gaia o en la «red-de-la-vida», suele ocultarse una auténtica intuición de los dominios espirituales y transmentales, es decir, una intuición de la Unidad de la Vida. Pero esa intuición no podría ser plenamente comprendida mientras nuestra conciencia permanezca atrapada en la creencia porque, en última instancia, todas las creencias, tanto las analíticas como las holísticas, son dualistas y sólo cobran sentido en presencia de sus opuestos.
De lo que se trata no es tanto de pensar en la Totalidad como de devenir la Totalidad, algo que sólo podrá ocurrir cuando uno deje de aferrarse a creencias sobre la Totalidad. Las creencias no son más que un sustituto del alimento para el alma, calorías espiritualmente vacías que más pronto o más tarde dejarán de fascinarnos y develarán su verdadero rostro.
La certeza suele ser el paso intermedio que nos permite dar el salto que conduce desde la pérdida de la creencia hasta la experiencia directa. Quizás, por ejemplo, la creencia en la Unidad ya no ofrezca un gran consuelo, pero la persona todavía la vive como algo cierto. Cuando las creencias se tornan insostenibles aparece la certeza, la llamada débil pero clara de una realidad superior -el Espíritu, Dios, la Diosa, la Unidad, etcétera- que trasciende la creencia y se encuentra más allá de la mente. La certeza constituye la puerta de acceso a otro tipo de experiencia inmediata que excede del ámbito puramente psíquico. En ausencia de creencias dogmáticas desaparece la convicción, y a falta todavía de experiencia directa, se tambalea la certidumbre. La certeza es, pues, una tierra de nadie -atestada de preguntas y de ninguna respuesta- que se caracteriza por la determinación (estimulada por una intuición oculta) a encontrar nuestra auténtica morada en el saboreo de lo espiritual, en la obtención de alguna experiencia “cumbre” directa.
Tales experiencias suelen ser muy intensas, breves, espontáneas y sumamente transformadoras, permitiéndonos vislumbrar nuestro potencial supra-psíquico. Existen varios tipos de «experiencias cumbre», entre las cuales cabe destacar las «experiencias cumbre» del nivel psíquico, propias del misticismo natural (el tipo de unidad característico del nivel ordinario), las «experiencias cumbre» del nivel sutil, propias del misticismo teísta (el tipo de unidad característico del nivel sutil), las «experiencias cumbre» del nivel causal, que nos permiten atisbar la Vacuidad (la unidad propia del nivel causal) y las «experiencias cumbre» no duales, que nos abren las puertas a Un Solo Sabor.
Cuanto más elevado es el nivel de la experiencia, más infrecuente es. (Éste es el motivo por el cual la mayor parte de experiencias de 'consciencia cósmica' son las propias del misticismo natural (o unidad del nivel ordinario), el más bajo de los dominios místicos. Desafortunadamente, sin embargo, son muchas las personas que consideran equivocadamente que este nivel es Un Solo Sabor, una confusión que hoy en día adquiere visos de epidemia.
La mayor parte de las personas se hallan, comprensiblemente, en el estadio de la creencia o de la certeza (y, ocasionalmente en el de la magia o del mito). De tanto en tanto, sin embargo, algunos individuos pueden tener una «experiencia cumbre» de un dominio realmente supraindividual que les sacuda muy profundamente, a menudo para mejor, como en el caso de las emergencias espirituales, aunque también hay decir que, en ocasiones, para peor, como ocurre con las psicosis.

Es cierto que las «experiencias cumbre» nos permiten acceder  de un modo provisional a verdades superiores, pero también lo es que esa brevedad puede ir seguida de un retroceso a un nivel inferior y acabar sirviendo de justificación para las más espantosas creencias y fanatismos religiosos. En cualquiera de los casos, sin embargo, ya no se trata de creencias que hayan leído en un libro o de meras habladurías traslativas, sino de una experiencia real de un dominio superior después de la cual el individuo ya no vuelve nunca a ser el mismo.
Pero si bien las «experiencias cumbre» son de poca duración -desde unos pocos minutos hasta unas pocas horas-, las experiencias meseta, por su parte, son más estables y duraderas y tienden a la adaptación permanente. Las «experiencias cumbre» suelen presentarse de manera espontánea pero, para convertir una experiencia cumbre en una experiencia meseta -para transformar un breve estado alterado en un rasgo duradero-, se requiere una práctica prolongada.
Casi todo el mundo, en algún momento de su vida, puede tener una breve experiencia cumbre y incluso se dan algunos casos en los que, sin necesidad de práctica sostenida, ha terminado convirtiéndose en una experiencia meseta. Así pues, la creencia y la certeza constituyen las modalidades de orientación espiritual prevalente, mientras que las «experiencias cumbre» (raras pero auténticas), por su parte sólo suelen darse en quienes están comprometidos con una práctica espiritual sostenida, intensa, prolongada y profunda en el marco socio-ritual de una determinada Forma Tradicional.
Finalmente el término adaptación se refiere simplemente al acceso constante y permanente a un determinado nivel de conciencia. La mayor parte de nosotros ya nos hemos adaptado (o, dicho de otro modo, ya hemos evolucionado) a la materia, el cuerpo y la mente (y por ello podemos acceder a esos niveles siempre que queramos). Al igual que decíamos con respecto a las «experiencias cumbre», las «experiencias meseta» pueden darse en los dominios psíquico, sutil (onírico), causal y no dual.
La práctica puede permitirnos evolucionar hasta las «experiencias meseta» de esos reinos superiores que, con la práctica, acaban convirtiéndose en adaptaciones permanentes que nos permiten acceder de manera constante a los niveles psíquico (misticismo natural), sutil (misticismo teísta), causal (misticismo sin forma) y no dual (misticismo integral) de un modo tan habitual como hoy en día lo es, para la mayor parte de nosotros, el acceso a la materia, el cuerpo y la mente.
Estas son algunas de las fases por las que atraviesa el camino de adaptación a los niveles superiores de nuestra naturaleza espiritual: creencia (mágica, mítica, racional y holística); certeza (que no es tanto una experiencia directa como una intuición de los dominios superiores); experiencia cumbre (de los niveles psíquico, sutil, causal y no dual, aunque no en un orden concreto, porque suelen tratarse de situaciones muy puntuales); experiencias meseta (de los niveles psíquico, sutil, causal y no dual, casi siempre en este orden, porque para alcanzar un determinado estadio suele ser necesario el estadio anterior) y adaptación permanente (a lo sutil, lo causal y lo no dual, también en ese orden y por la misma razón).

Concluiremos esta extensa reflexión subrayando varios puntos importantes.
Uno puede hallarse en un nivel relativamente elevado del desarrollo espiritual y permanecer todavía en un nivel relativamente bajo en otro nivel. El acceso constante a Un Solo Sabor no va necesariamente acompañado del desarrollo muscular, ni tampoco le proporcionará un nuevo trabajo, ni una pareja ni tampoco le curará de sus neurosis. Los contenidos profundos de la sombra no desaparecen con la meditación y el acceso a los estadios superiores de la práctica espiritual.
Los maestros de meditación están tan necesitados de psicoterapia como los demás. La meditación no apunta tanto a desvelar el material inconsciente reprimido como a posibilitar la emergencia de dominios más elevados, con lo cual los dominios inferiores siguen siéndolo y tal vez se hallen ahora aún más reprimidos. No estaría, pues, de más combinar la práctica espiritual con una buena psicoterapia y lo mismo podríamos decir con respecto al ejercicio del cuerpo físico (incluyendo, por ejemplo, el levantamiento de pesas), el cuerpo pránico (t'ai chi chuan), el trabajo comunitario.
El único modo sano y equilibrado de proceder con el desarrollo espiritual consiste, obviamente, en emprender una práctica realmente integral.
Aunque el acceso a ciertos niveles requiere de cinco o seis años de dura práctica (y a otros todavía superiores un tiempo cinco veces superior) no se preocupe por ser solo un principiante. Emprenda la práctica, tenga en cuenta que cinco o seis años pasan en un abrir y cerrar de ojos ya que la recompensa bien merece la pena. Si durante ese tiempo, por otra parte, no hace más que escuchar a maestros que le hablan de creencias (ya sean mágicas, míticas, racionales u holísticas) sólo será cinco o seis años mayor.
Las creencias holísticas están muy bien -y son muy adecuadas- en el dominio mental, pero no olvide que la espiritualidad no tiene confundirse con el ámbito psíquico. Las “pajas mentales” nunca le ayudarán a trascender la mente ni las religiones institucionalizadas le liberarán de sí mismo.
Asuma una práctica contemplativa tradicional. Poco importa lo dura que le parezca la práctica, simplemente empiece. Recuerde el viejo chiste: ¿Cómo puede uno comerse un elefante? De bocado a bocado.
El hecho es que, unos pocos bocados después, usted ya habrá logrado considerables beneficios. Tal vez pudiera empezar, por ejemplo, con veinte minutos al día con el tipo de oración de centramiento que enseña el padre Thomas Keating, una práctica cuyos efectos son casi inmediatos (serenidad, apertura, respeto, escucha). Practique zikr durante una media hora, vipassana durante cuarenta minutos, ejercicios de yoga dos veces al día, visualización tántrica, oración del corazón o cuenteo de las respiraciones durante quince minutos cada mañana antes de levantarse de la cama. Cualquiera de estos abordajes es adecuado, el asunto es que organice su práctica del modo que más le guste, pero que no tarde en dar los primeros bocados...
Es cierto que tenemos que ser amables con nosotros mismos, pero no lo es menos que también debemos ser firmes. Deje de lado la "compasión idiota", trátese a sí mismo con auténtica compasión y comprométase seriamente con la práctica.
La permanencia en estas prácticas acabará evidenciándole la necesidad de asistir a un retiro intensivo de varios días al año, lo que le permitirá comenzar a convertir las pequeñas «experiencias cumbre» en las experiencias meseta iniciales de la práctica.
Los años pasarán, pero usted estará madurando e irá trascendiendo de un modo lento pero seguro los aspectos inferiores de sí mismo y abriéndose a los superiores. Entonces llegará un día en que mirará hacia atrás y se dará cuenta del sueño (porque realmente es un sueño) del que está a punto de despertar.
El asunto es muy sencillo: Si usted está interesado en una espiritualidad auténticamente transformadora busque un maestro espiritual y comprométase con una práctica. Sin práctica jamás pasará de la fase de la creencia, de la fe o de las «experiencias cumbre» esporádicas, nunca evolucionará a las «experiencias meseta» y mucho menos a la adaptación permanente. En el mejor de los casos, será un visitante ocasional en el territorio de sus estados superiores, un turista en su verdadero Yo.
Por tanto, ¿cómo podemos volver a reunir a Psique con Eros? Quizá sea conveniente recordar las sabias palabras de Antoine de Saint Exupéry:

“Amor no es mirarse el uno al otro,
es mirar los dos en la misma dirección”
Y bien ¿Hacia dónde miras tú?


lunes, 25 de abril de 2011

El Óleo de la Misericordia

«Entonces Dios dijo a Miguel:
“Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas.
Úngelo con óleo suave y revístelo con vestiduras de gloria”.
Y Miguel quitó mis vestidos,
me ungió con óleo suave,
y este óleo era más que una luz radiante...
Su esplendor se parecía a los rayos del sol.
Cuando me miré, me di cuenta de que era
como uno de los seres gloriosos»
(Libro de Henoc II, 524).

 «Estad siempre alegres en el Señor;
os lo repito: estad alegres»
(Flp 4, 4)


Como recordaba Hierocles de Alejandría, antes de que nuestra alma pueda iniciar tratos con los seres etéreos (dioses) es necesario liberarla de la “tumba del cuerpo” y hacerla luminosa (augoeidhs), convertirla en una suerte de alma radiante, quintaesencial que, orientada hacia arriba se vuelve seca y fogosa (Heráclito) creando en nosotros contenidos, ideas y objetivos espirituales, más, vuelta hacia abajo, dicha alma se humedece y se torna acuosa, creando en nosotros imágenes engañosas (fantasías).
El desarrollo de la totalidad de las posibilidades de un ser, incluso en un orden poco elevado como el que representa el dominio psíquico, no debe ser tomada como un fin en sí mismo, sino como un medio para alcanzar un propósito de orden superior. Guenon no mostró ninguna clase de remilgos al advertirnos que las fuerzas satánicas de la “contrainiciación” disfrutan arrastrando a los iniciados a perderse en el caos del mundo intermedio y sus cantos de sirena. Se da así el caso paradójico de que aquello que estaba destinado a ser un soporte sólido de la realización espiritual (práctica meditativa) se convierte así en obstáculo privilegiado de la misma, abriendo las puertas a todo tipo de influencias de naturaleza maléfica que se apoderan del psiquismo individual, toda vez que este no es conciente ni de su presencia ni de su verdadero carácter.
Algunos se dejan extraviar por este espejismo buscando la producción de fenómenos extraordinarios (poderes); otros centran su consciencia sobre «prolongamientos» inferiores de su individualidad humana, tomándolos equivocadamente por estados superiores, simplemente porque están fuera de la realidad-tunel de su banal y mediocre vida cotidiana (de la que nunca debió de haber intentado salir); los más buscan distraerse “experimentando” sensaciones nuevas, bajo la etiqueta de moda de cualquiera de las formas exóticas de falsa espiritualidad.


La pérdida de tiempo y los esfuerzos dilapidados en producir fenómenos pseudo-espirituales es un mal menor, comparado con el fuerte enganche que ocasionan y el irremediable extravío: Al sujeto, incapacitado ya para progresar efectivamente en el ámbito de lo espiritual, solo le corresponde la certera desintegración de su conciencia individual que cabe esperar del contacto continuado con lo infrahumano. Buscar la realización espiritual por medios inapropiados es abocarse a la propia destrucción psíquica, por más que a uno se lo vendan como “conciencia cósmica”, “nirvana Express” o similares. El satanismo contrainiciático busca por todos los medios a su alcance la erradicación de cualquier manifestación de espiritualidad real, y qué mejor modo de lograr su meta que adulterando el concepto hasta su total desvirtuación.
Arrojarse a la diversidad de formas indefinidamente cambiante y huidiza, propia de las turbulentas aguas psíquicas (inferiores), sin saber nadar no produce sino un certero ahogamiento en un “atractivo” reino de muerte y disolución sin retorno. En lugar de dispersarlas en vano, concentremos todas nuestras potencias en alcanzar las aguas espirituales (superiores), aquellas que carecen de formas.


Partamos en busca del Árbol de la Vida, aquel que destila el Óleo de la Misericordia con el que son ungidos los que huyen del destino de la enfermedad, el dolor y la muerte, aquellos que renacen del agua y del fuego del Espíritu. El arcángel San Miguel nos hará entrega de una pequeña cantidad, suficiente,  que habrá reservado. Al derramarlo sobre nuestra cabeza sentiremos como aquel sagrado óleo nos revestirá de gloria y transformará nuestra vida desde dentro. Saborearemos cómo creará en nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformándonos de tal manera que aunque no acabé con la muerte, comencemos en plenitud sólo con ella.
Nuestra vida real parte de ese “comienzo”. Ser revestidos con tan peculiares indumentos iniciará un proceso que habrá de transcurrir a lo largo de todo nuestro periplo vital, es el comienzo de un camino que abarcará toda nuestra existencia, que nos facultará para comparecer en presencia del Eterno, desarrollando en nosotros un sentido de eternidad.
Despojados de las viejas vestiduras de la muerte (Ga 5,19ss.), vueltos hacia occidente, símbolo de las tinieblas, del ocaso, de la muerte y, por tanto, dominio del extravío, pronunciemos un triple “no”: al demonio, a sus pompas y al pecado. Rechacemos esa realidad-tunel que encadenaba y encadena al hombre a la adoración del poder, al mundo de la codicia, a la mentira, a la crueldad. Liberémonos respecto a la imposición de esa forma de vida, que se nos presenta como placer y que, sin embargo, impulsa a la deshumanización, a la destrucción de lo mejor que tiene el hombre.
Purificados por el agua que renueva nuestra alma y revestidos de blanco, de luz y de vida por la acción del Espíritu (Ga 5,22), volvámonos hacia oriente, símbolo del renacer de la luz, del Sol Invicto.
Para Zósimo de Panópolis, la verdadera obra alquímica reside en la obtención del caro espiritualis o cuerpo de resurrección, en la transformación y regeneración del «espíritu interior» del «cuerpo sutil», a través de la imaginatio vera, haciendo que el estrecho marco de nuestra existencia se vuelva entonces diáfano y nuestro corazón se remita por vez primera a lo infinito.
Conformarse con sucumbir a un arquetipo o estar poseído por el mismo es muy sencillo, pero anímicamente con ello no se logra nada, sólo el demonio viene y abandona de nuevo al ser humano en la frustrante estacada de su ego cotidiano. Como nos señala Borges en su “Everness”, parece que lo de resucitar es otra cosa:
Sólo una cosa no hay. Es el olvido
Dios que salva el metal salva escoria
y cifra en Su profética
memoria
las lunas que serán y las que han sido.
Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando
en los espejos
y los que ira dejando todavía
.
y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria,
el universo;
no tienen fin sus arduos corredores
y las puertas se cierra tu paso;
sólo del otro lado del ocaso
verás los Arquetipos y Esplendores.



jueves, 21 de abril de 2011

Via Crucis

“Se me ha dado un corazón capaz de acoger todas las formas:
Es prado para las gacelas, monasterio para los monjes
 altar para los ídolos, piedra negra para los peregrinos,
 Tablas de la Ley y Libro del Corán.
Vivo en la certeza del Amor y en Él me refugio,
iré allí adonde me arrastre su cabalgadura”.
(Ibn Arabí, Engarces de Sabiduría) 

“Toma nota; y lo mismo que las digo,
lleva así mis palabras a quien vive el vivir
que es carrera hacia la muerte.”
(Durante Alighieri, Purgatorio, XXXIII, vv. 52-54)

“Sólo cuando cesa el agitado vaivén de las olas,
el océano ilimitado desvela su serenidad eterna.”
(Farid Al-din Attar, Parlamento de los pájaros)


Como bien descubrió Emmanuel Swedenborg en sus distintas conversaciones por las calles de Londres, todo aquel camino iniciático que se precie recorre siempre un itinerario prefijado que va desde el infierno, pasando por el purgatorio, hacia el cielo. Los antecedentes literarios de este esquema son tan notables como numerosos: la “Narración” (Arda Viraf Namak) del persa Arda Viraf,  el “Viaje nocturno” de Muhammad (Qorân XVII, Al-Isra’), la “Epístola del perdón” (Risalatu Al-Gufrán) del sirio Abu-Al-Alá Al-Maári, las “Aperturas a la Meca (Futuhát Al-Makkíah) del murciano Ibn Arabí, el “Libro de la escalera” (Liber Scala Mahometi) de Buenaventura de Siena, amigo de Brunetto Latini, y sin olvidar, por supuesto, el poema universal, nuestra “Divina Comedia”, compuesta en tres cantos por la sabia mano del querido y admirado maestro florentino Durante Alighieri, a quien tantas veces recurrimos y extorsionamos, haciéndole decir lo que nos parece.
Quien considere estas obras como simples fantasías literarias, en realidad no las comprende del todo. Así mismo, quien las vea como una mera construcción conceptual, envuelta en un ropaje poético, no les hace ninguna justicia. Tal es la perspectiva relativista que domina en las ciencias modernas, fundadas en una lógica de orden racionalista.

Su factura sin embargo no es tan solo el mero producto de una fecunda imaginación espuria, ni tienen por fin, únicamente, el llegar a cautivarnos y embriagarnos, provocando una suerte de adictivo goce estético. Estas obras albergan y custodian en su esencia un carácter netamente doctrinal, incluyendo en su seno –y casi siempre entre líneas y símbolos cifrados- un conjunto de saberes y elementos técnicos tradicionales que la comunidad -para la cual están destinados- debe conservar, rescatar y sentir (saborear) en su plena intimidad.



Los escritores que dejaron constancia que lo que, hasta su fijación escrita, había sido narraciones sagradas, recibidos y transmitidos de forma oral, no buscaban la meta de alcanzar la simetría o belleza formal, sino ante todo y en primer término, perseguían acercarse en lo posible a la Verdad, de la cuál justamente habría de derivarse la armonía de todos sus relatos y escritos. Bajo esta perspectiva, podemos considerar que una obra es verdadera –esto es, está inspirada- en cuanto pretende un acercamiento sincero a la suprema Realidad y no a los meros accidentes –panta rei- de lo que no es sino apariencia. Hablamos, en este caso, de una lógica intelectual, cuyo conocimiento sería desvelado por el centro espiritual en el corazón de quién actúa como –hace las funciones de- escritor, esto es, fijador de la Tradición Primordial.
Común denominador de las obras mencionadas es la presencia de uno o más maestros que acompañan al narrador a lo largo de las etapas de su periplo iniciático de contemplación y conocimiento, actuando como verdaderos guías cualificados, debido a su pleno conocimiento de los pormenores del ascenso a través del itinerario espiritual.
Todo viaje iniciático comienzan en las tinieblas: Muhammad lo inicia en el medio de la noche, Dante en el medio de una selva oscura.
Infierno. La región de los que creen estar vivos. Estación infernal que transcurre en lugar coronado por el más absoluto caos, donde la materia se descubre dura y terrosa, donde la oscura negrura de las sombras y la muerte dominan. Aquí Saturno es el astro rector. La acción es descontrolada y poco fluida, dado el predominio de la materia densa, poco espiritualizada. De allí que "el fondo del Infierno es la zona más pétrea y helada de la "tierra"; y esta "petrificación" del espíritu en sentido negativo (de alejamiento progresivo del dinamismo espiritual), es operado por la pasión de la soberbia...".



Vía Purgativa. La región de los que saben, aunque no siempre les guste reconocerlo, que están muertos. En los distintos Juicios Finales elucubrados por la escatología cristiana nada hay de puntos intermedios, nada se dice de un estado de transición y de espera en los que el alma se purifica. En la Alquimia es la etapa o lugar de las abluciones, de los lavados, las continuas purificaciones de la materia prima, la que deviene en mercurio segundo.
Como en el Hamistagan zoroastriano, el tiempo se encuentra detenido, "eternamente estacionario". La acción y la contemplación están en extraño equilibrio; por lo que no hay avance ni retroceso espiritual. Allí se hallan quienes en vida lograron perfecta igualdad de acciones positivas y negativas. El Corán (VII, 44, 46) describe esta estación como al-A’raf, la mansión o lugar que separa a los bienaventurados de los réprobos, donde los espíritus que allí recaban padecen sujetos a un suplicio psíquico, sin sufrimiento sensible, producido por el deseo eternamente insaciable de ver a Dios. Privados del premio del paraíso y exentos del castigo físico del infierno, puede decirse que están suspensos, como colgados o pendientes, entre el cielo y el infierno. No sufren pena ni castigo, pero les es negada la visión de la divinidad.
Vía Iluminativa. Aquel que los alquimistas o filósofos por el fuego llaman nuestro rey ha sido coronado. La inmortalidad y la bienaventuranza son conocidas. La tríada zoroástrica (buenos pensamientos - buenas palabras - buenas obras) se cumple perfectamente. El suave descenso de la shekinah inunda el corazón, lo cubre de certeza, y el iniciado se abandona a la contemplación, la cual se expresa en alabanzas y en un estado de perpetua paz, sosiego, quietud y tranquilidad que sólo en el cielo hallamos. En la “Divina Comedia”, Dante siente que se eleva hacia un continuo crescendo de resplandor y de luz, que muchas veces lo deslumbra y enceguece.
Vía Unitiva. Shalom, Cristo crucificado. Tú que igual nos creaste desde la fuerza de tu espíritu, también nos rescatas de la realidad impermanente del este mundo desde la más absoluta de las indefensiones, transmuta ahora este dolor y esta muerte en liberación, desgarra de una vez por todas esta prisión de espacio y tiempo,.
Príncipe de la vida (Hch 3, 15), tú que guardas la llave del Hades (Ap 1, 18)  y descendiste al Sheol para rescatar a aquellos iniciados que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras, y que por temor a la muerte estaban “muertos”, sometidos de por vida a la esclavitud (Hb 2, 14-15), consiente que al volver a oír tu voz en su corazón marchito y recordar tu nombre (Flp 2, 10), por su poder regresen de nuevo a la “vida verdadera”, ya liberados.
El velo del Sancta Santorum ha sido desgarrado. Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. La tierra temerosa no se atreve a moverse: “Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto".

Via crucis necesario. Habremos de terminar dando la razón al toscano Buenaventura de Siena, quien en su Liber Scalae Mahometi nos recuerda sabiamente que: “A partir del conocimiento de las tinieblas, la luz resulta más grata y la naturaleza de los adversarios más evidente”.  


“Sólo de oídas te conocía;
mas ahora te han visto mis ojos”
(Job 42, 5)