jueves, 26 de mayo de 2011

Noche Mágica

“No todos comprenden esta palabra,
sino aquellos a quienes les ha sido dado”
(Mateo 19, 11) 

“Quiera Dios que
las gentes dóciles y sensatas encuentren aquí útiles lecciones;
las gentes profundas y reflexivas, el recuerdo de sus obligaciones;
y todos ellos, al fin, instrucciones saludables”.
(Azz al-Dìn al-Muqaddasî)

 “¡Cuántas noches has desgarrado el velo de las tinieblas
con ayuda de un vino que brillaba como un astro!”
(Ibn al-Sid)



El hombre tiene conciencia del discurrir del tiempo, y ello le causa una inquietud profunda, pues, su imparable sucesión representa el cauce en que se revelan, despliegan y realizan los designios divinos, en él se sabe sometido a la ley del cambio, abocado a la impermanencia, a la decadencia y a la muerte.


Los seres humanos aislamos y sacralizamos ciertos momentos del devenir en el que nos reconocemos inmersos, para –de alguna manera- intentar detener su angustioso e imparable transcurso, para conjurar su aterrador paso. Mysterium tremendun, el Cronos que nos degrada muestra la distancia inconmovible de lo numinoso, de lo “absolutamente otro”, capaz de suscitar en nosotros un cierto sentimiento de horror, de lo que es a un tiempo pavoroso y lo fascinante.
Durante nuestra inmersión en los ritos solsticiales, nos adentramos osados en el terreno de lo inefable, atravesamos fronteras que están mucho más allá de las palabras, de modo que éstas sólo pueden abrir puertas que el corazón tiene que explorar después en territorios donde es el silencio el que llena todo con su poder tan hermoso como terrible.




Agotados por el tedioso y frustrante esfuerzo cotidiano de transformar el ego desde el mismo ego, la acción ritual nos situar a este, al intelecto y a nuestras emociones en una perspectiva mucho más correcta, arrastrándolos a las inconmensurables simas del corazón.
En ayunas, a la hora nocturna, en compañía de buenos amigos, dejamos por un día que las llamas purificadoras consuman amorosas los costras que aprisionan nuestra alma, las compulsiones familiares del ego: sexo, riqueza, y poder. Con su cálido abrazo se restaura nuestro corazón, se remueven de él los espejismos ilusorios, se cura el dolor de sus heridas y se restauran las fuerzas perdidas. Al minimizar nuestras distorsiones psicológicas, logramos sobreponernos a la esclavitud de lo que nos atrae, y ver más allá del velo de nuestro egoísmo, nos hayamos preparados para entrar en contacto con la realidad Divina del Amor. Sin el poder del Amor, sólo podemos seguir dócilmente a nuestro ego y sus deseos mundanos, permanecemos escindidos, fragmentados, disociados de nuestro propium esencial, nos distraemos y dispersamos en la multiplicidad.




Cuando podemos centrarnos y centrar nuestra atención en la presencia de la Realidad Divina, contemplando el danzar cautivador del fuego sagrado y enfrentados a las llamas de su misterio con la mente aquietada, al súbito aparecer y desvanecerse de una belleza efímera y ardiente, no sólo nos unificamos en nuestro corazón, también reconocemos nuestra unidad con la totalidad de la Vida, arrastrados por el irresistible poder de lo que no deja rastros. Así unificados, suspendidos simultáneamente en el umbral entre dos mundos tan mágicos como irreales quizá nos sentimos un poco más completos.
Obnubilados todos nuestros sentidos por el la caricia nocturna de ese fuego exterior, bálsamo ardiente que al tiempo que adormece nuestro anhelo, enciende y excita el escondido fuego interior de la rosa del corazón que -así despertada- se abre y también nos despierta.  Disuelta al fin la separación, de un modo inexpresable sentimos al fin como todo el Universo responde a Su amorosa llamada, ejecutando la partitura obedientemente. Y bañados así por el fuego inefable que emana de la Fuente divina, permanecemos por un instante unificados con la Totalidad y la abarcamos en una suerte de embriagadora lucidez omnisciente.
Como certeramente señalaba Ibn Arabí (Futuhat al-Makkiya II, 532-30), durante nuestra participación en la acción ritual, experimentamos las cualidades espirituales de la Presencia como la inmersión y fluctuación a través de muchos estados de relajación y abandono en los que el corazón anhelante se expande y revive.
En su amoroso fluctuar, la rosa del corazón, sede esencial del anhelo, mediante la constante intoxicación de expansión y la aridez de la contracción,  comienza a captar la Realidad Divina y llega a conocer la Belleza esencial, el Anhelo tras todo anhelo, a través de todos los cambios de estado: “el que me ama no cesa de aproximarse a Mí hasta que Yo lo amo, y cuando Yo lo amo, Yo soy el oído por el cual oye, la vista por la que ve, la mano con la que trabaja y el pie con el que avanza.”


Atraídos por el envite seductor de la multiplicidad y en conflicto con ella, nuestros egos fragmentados afrontan muchas situaciones vitales ambiguas. A la hora de abrirnos a las sutilezas que promete cualquier vía de desarrollo espiritual ¿cómo podemos tener la certeza de que no estamos siendo arrastrados por un deseo oculto de nuestro yo falso sino que, por el contrario, estamos siguiendo la guía magisterial de nuestro corazón?
El discernimiento, fruto precioso del uso sabio y consciente de nuestra razón, resplandece toda vez que somos capaces de limpiar el espejo del corazón de las distorsiones cognitivas y emocionales, de los rígidos patrones de la compulsión, de las actitudes defensivas y de los sortilegios de la ilusión y el autoengaño, despertando aquellas cualidades que más cauterizan el ego al tiempo que nos sanan, liberando nuestra alma: la humildad, la gratitud y el amor.
Sólo terminaremos de sentirnos realizados cuando consigamos vivir de manera consciente desde este espacio ilimitado del corazón. Instalados así en una suerte de Universo Misericordioso y Compasivo, todo cuanto nos suceda, nos sucederá inmersos en el interior de este Afecto ilimitado. Incluso la sordidez de nuestras habituales preocupaciones cotidianas, nuestros más vergonzosos y pequeños deseos, la agotadora turbulencia que a un tiempo agita nuestros pensamientos enredados y nuestras mezquinas emociones, serán vistas entonces desde un contexto –realidad túnel- más integrador y amplio.
La puerta de los dioses se alinea vertical sobre la de los hombres. Ambas se reúnen, al calor del rito, en el fugaz transcurso de esta noche mágica, en el centro del corazón. Noche sagrada para conjurar y expulsar –al menos durante un tiempo- los vampíricos demonios seductores de la manifestación. Cualquier cosa a la que incautos le entreguemos nuestra atención, cualquier cosa que mantengamos en este espacio de nuestra presencia, habrá de traspasarnos así sus cualidades. Toda vez que entreguemos nuestro corazón a la multiplicidad, este quedará así fragmentado y disperso. Si, por el contrario, entregamos nuestro corazón a la unidad espiritual, en ella encontraremos un confortable vaciamiento, la paz y el sosiego que nos mantendrán unificados.




Así purificado y transformado, verdadero trono del Espíritu, nuestro corazón abierto será guiado cada vez que saltemos hacia el Infinito, desafiando la caricia de las llamas y el rescoldo amenazador de las brasas. Ya no seremos los de antes, ciertamente algo habrá muerto tras el abrazo del fuego, pero de alguna extraña manera tendremos la certeza de ser ahora más humanos.
La cálida brisa nocturna de San Juan, mensajera fiel de los peregrinos amantes, transporta en la dulzura y molicie de sus alas los ardientes suspiros de aquel a quien agita la enfermedad de la añoranza, y pone certero remedio a sus males, volviendo más violento el fuego del amor y acrecentando, con ello, su anhelo y sufrimiento. Para aquellos que gozan del favor divino, su aliento perfumado anuncia todo aquello que ordinariamente permanece inaccesible a las miradas más ávidas: la proximidad al lecho nupcial, el resplandor arrebatador de la belleza del rostro bienamado, la promesa del reencuentro y el abrazo.
Encuentro nocturno y misterioso. Danzando con el fuego, en la noche más breve de las noches, el inflamado corazón del iniciado no se quema. Lleva sobre sí la humedad profunda de la tierra y sobrevive a la combustión de la luz entre las cenizas. Sus llamas purifican, hasta donde alcanzan, el borde mismo de su alma, transformándola en aquella copa milagrosa cuyo cristal refleja iridiscente el secreto del mundo, aquel “jardín en medio del fuego” en la grácil Noche de San Juan. No temamos las llamas purificadoras de la hoguera, sino al olvido, que es quien realmente amenaza al enamorado que aguarda cual gota de agua bajo el sol de media tarde:



“¿Me afligiré acaso por mi caparazón cambiante y por la llovizna,
cuando las flores del ciruelo me llaman así a la vida?
¿Me alegraré por la elasticidad de mi piel y por el sol ardiente,
cuando las flores del manzano me reclaman a la muerte?
Pronto mi propia densidad me alejará de estos polos absurdos.
Seré mi propio reflejo en la conciencia abstrusa.”
(Louis Cattieux, Poemas del Antes)


viernes, 20 de mayo de 2011

Conium Maculatum

“Primero sed hacedores de la Palabra,
y no tan sólo olvidadizos oidores,
engañándoos a vosotros mismos”
(Santiago 1, 22)

“Conociendo primero el temor de Dios,
procuremos después ganar a los hombres”
(2 Cor 5, 11)

“El mundo es como ese campesino borracho que
cuando se lo ayuda a montar en el caballo desde un costado
se cae por el otro”
(Lutero)





Atenas,  año 399 a.E.C. El potentado Anito, en representación de políticos y artesanos, el orador Licón y el poeta Melito, fueron de aquel prestigioso tribunal los certeros fiscales. 360 contra 140 votos, triunfó una vez más la precisa máquina democrática.

Coronada de pequeñas flores blancas agrupadas en umbelas terminales y abrazada en toda su extensión por hojas alternas tripinnadas que –al ser arrancadas o machacadas- desprenden peculiar olor a ratón, el conium maculatum es una hermosa herbácea de tallo alto, acanalado y ramificado con manchas violetas en su base.

Al apurar la infusión de sus disquenios mezclada con vino, primero sintió desvanecerse su razón. Luego, en el sopor del mareo, el espeso derramarse de la saliva tras el debilitamiento de sus labios, y el estertor de las nauseas en un cuerpo que, brutalmente anestesiado y frío, ya se negaba a moverse. Aún sintió el angustioso enlentecerse de un corazón que finge extinguirse, para matarle poco después disparándosele. Critón, uno de ellos, amorosamente le cerró los ojos y la boca.

Quiero rememorar en estas líneas la noble actitud de aquel sencillo sabio de la Antigüedad que, acusado ante la polis de negar la existencia de los dioses de la ciudad, obrar contra sus leyes y subvertir a la juventud, rechazó bello y bien hecho discurso que para su defensa le ofreció Lysias: “He cumplido setenta años y no me parece apropiado aprovecharme del arte de un orador”. Saber perder –sacrificar- una vida seria (consagrada a Dios) en lugar de ceder a la tentación de conservarla, prostituyéndola con la ayuda del Ars Oratoria. Preservar veinte años de ocuparse en pensamientos, representaciones y conceptos, y querer compartidos en mayeútico diálogo a quien tuviera a bien coincidir con él en el ágora ateniense, sin ceder a burlas ni ataques. En esta hora aciaga, permíteme así presentar mis respetos a aquella vida que supiste vivir en seriedad hasta el fin, maestro menospreciado, ayer y hoy tan admirado como incomprendido. Gloria a ti, que supiste renunciar a los brillos de la falsa elocuencia y ser fiel ejemplo del “oro verdadero”.






La Escritura nos recomienda que nuestro hablar sea un sencillo “si” o un sencillo “no” (Mateo 5, 34-37), invitándonos a fijar nuestra atención sobre todo en actuar en coherencia con lo dicho. ¿Quién se atreve a dejar que su vida se exprese, aún que sea enmudecida, con una suerte de elocuencia más fuerte, verdadera y persuasiva que el arte de todos los oradores?

Quizá no damos la talla y, aprovechando el extravío pasado para alcanzar un nuevo extravío, tengamos que contentarnos con la posibilidad de esgrimir una vida más cómoda y duradera, tibia, demasiado consentida, apegada a las vanidades del mundo, que asumir los riesgos y la severidad insoportable de aquella que se pretende más seria.

De este modo, ya no será necesario sufrir la inquietud de tener que elegir entre el esfuerzo de realizar buenas obras, que acaben siendo redituables en forma de merito espiritual o, por el contrario, abolir del todo las obras, abandonándose a la pereza, perdón, quería decir a la gracia (¿en qué estaría yo pensando?).

Y sin embargo, la iniciación es algo inquietante. Conseguir expresarla con bellos cantos es un claro asunto de poetas, que no de iniciados. Conseguir simularla, incluso con enternecidas lágrimas, negocio de buenos actores, mas no de iniciados. Como ocurre con la fiebre, la iniciación se siente en el pulso de tu vida, para el que sabe reconocerla, esta no puede ser fingida o siquiera negada.




La iniciación, ese algo sin duda inquietante, no se practica únicamente en los templos y santuarios que se hayan esparcidos por esos mundos de Dios, ni es representada únicamente por el Oráculo en las “horas silenciosas” de los ritos. Antes bien, esta se testimonia y manifiesta en la heroicidad de la asumir la verdad en la propia vida.

Hay una realidad dada; la hay por cierto a cada instante. Los miles y miles y millones de “profanos” van cada uno a lo suyo: el político se ocupa de lo suyo; el funcionario se ocupa de lo suyo; el erudito se ocupa de lo suyo y el artista, también de lo suyo. El comerciante, de lo suyo; el difamador, de lo suyo; el intrigante, de lo suyo; el holgazán –no menos atareado-, cómo no, de lo suyo, y así sucesivamente. Cada uno se ocupa de lo suyo en este juego cruzado de lo múltiple que es –aparenta ser- la realidad.

Sentado aparte o deambulando como un león enjaulado, recogido en sí mismo, el iniciado, aguarda solitario -entre temores y temblores-, probado y sumido en la tribulación. Encadenado al Eterno o por el Eterno, termina prisionero de sí mismo. Y, sin embargo, aquel cautiverio resulta del todo sorprendentemente y maravilloso… hasta que llega la hora de instalar en la “realidad” aquello por lo que se ha sufrido en la tribulación.



¿Quién tiene ganas de ser iniciado? Quienquiera que –como el maestro de Aristocles- transite la ingratitud de estos caminos, con el amargo sabor del cianuro en los labios, ten por seguro que no ha sido llamado. No hay ninguno de los iniciados que no haya preferido evadirse y extraviarse en “lo suyo”, que como un niño no haya pataleado y rogado por sí mismo, en vano, pues no sirve de nada: “Tu ya no puedes volver atrás”, hay que seguir adelante .

Es entonces cuando tienes la certeza de que, en cuanto des el “primer paso” y te asomes al abismo, surgirá el horror. El que no ha sido llamado, en el momento en que surge el horror, se angustia tanto que retrocede. El iniciado, estremecido ante el horror y al darse la vuelta para escapar, ve un espanto aún mayor, verdadero “maestro de disciplina”: el espanto de la tribulación.

No se puede atemorizar al iniciado, tan lleno está del temor de Dios. Da lo mismo que lo ataquen, lo odien, lo maltraten o maldigan. Aquellos que le aprecian, le amonestan diciendo: “Basta ya, te haces y nos haces infelices, no acrecientes el horror, retráctate, no escribas más, detén tu palabra”. Es cierto, la iniciación es algo inquietante.

¿Cabe elección entre el desorden del tumulto y alboroto exterior y aquel otro que se esconde en la extinción, en quietud de la muerte? Mis escritos y reflexiones están dirigidos a despertar en quién los lea para sí –o mejor “en alto”- el veneno de una inquietud que acabe definitivamente con este último desorden, permitiendo en el atento examen de sí mismo, la magia prodigiosa de la interiorización.




A diferencia del sencillo sabio ateniense, y carente de cualquier autoridad, no hay en mí ningún deseo de ser mártir -testigo de la verdad-, ni afán heroico alguno por cambiar las cosas o reformar lo establecido. Renuncio a la bienaventuranza. Tal es mi cobardía que en modo alguno soy el indicado. Me conformo humildemente con procurar esa suerte de inquietud que concierne al enamoramiento y conduce a la introspección. Como la iniciación, todo enamoramiento es inquietante. Pero –sobre todo si es verdadero- no conlleva con él la ocurrencia de transformar la realidad ni siquiera cambiar un ápice el estado actual de las cosas. Al fin y al cabo, también a los transformadores les espera la muerte.

Sumidas en un agotador y narcisista juego de virtualidad e intercambio de identidades en saraos discretos, y todavía presumiendo de mantener la pose chic e irreverente de los “elegidos”, parece que algunos pseudo-iniciados confunden la libertad iniciática con poder dar rienda suelta al ego parlanchín en connivencia con otros egos parlanchines, sin otro afán que el de ir a lo suyo, salirse –una vez más, y otra y otra- con la suya.

El problema es que, en realidad, uno sólo “cree” convertirse en otro por la acción y dentro de una perversa estructura programada de antemano, mediante un comportamiento dirigido de manera casi imperceptible. La consecuencia de todo ello, el fin y el final de este juego interactivo de identidades “pseudoiniciáticas” es la pérdida de la propia identidad – que probablemente es lo que se buscaba desde el principio. Por lo tanto, esa inquietud introspectiva, marchamo y sello de autenticidad, permanece de todo punto ausente.




Pese a su contrastada seriedad vital, aquel sabio sencillo ateniense -que en su día ilustró las almas de los atenienses y en sus noches calentó el lecho de la friolera y colérica Xantipa- no dejó ningún escrito –digamos que en nuestros días, estaría académicamente muerto. Sus pensamientos e ideas fueron elaboradas por sus discípulos, incluido aquel traidor de anchas espaldas.

No era la primera vez que Atenas se había mostrado ingrata con sus iniciados. Podemos recordar la multa de 50 dracmas impuesta a Homero por  considerarlo loco, la condena por herético a Anaxágoras en época de Pericles, sin olvidar la intencionada exclusión de Aristocles de los escritos de Demócrito y Homero en el ideal de estado propuesto en “La República” o el perverso parricidio espiritual cometido con un anciano Parménides.

Los ciudadanos acabaron arrepintiéndose de la injustica cometida y los insignes fiscales que, por una broma del destino, acabaron convertidos a su vez en chivos expiatorios. Anito murió en el exilio. De Licón nada se supo y Melito fue condenado por calumniador. En esa oportunidad los atenienses no apelaron a las virtudes del conium maculatum sino a la expeditiva lapidación del oscuro e indigno poeta.




Regresemos a la escena final del Fedón ¿Quién querría ahora beber de un charco en el camino después de haber redescubierto “el vino” de la íntima bodega? Hoy, como ayer, resguardados en la esperanza renacida de un nuevo amanecer, sólo nos cabe gozar en soledad de la caricia de los recuerdos, con la mirada dolida del amante olvidado. Nunca hay demasiado silencio. No podemos seguir perdiendo un tiempo tan escaso como precioso, con la excusa de buscar, sin hallarlo, el “oro verdadero”. No queda otra opción. En lugar de proseguir buscándolo, habremos de concentrar todo nuestro esfuerzo en ser nosotros mismos ese “oro” que un día aguardábamos encontrar, no hay más cachavas.

No basta con mirar al espejo. Eso es insuficiente. Por más que nos duela, hay que reconocerse en él. Después de todo, la iniciación es una cosa inquietante. Eso parece claro. El dolor de toda separación no es sino el profundo anhelo del corazón por el Eterno. Es el alma sufriente la que reúne al fin amante con Amado. Seamos serios. Bendecidos por el cálido aroma del conium maculatum prendido en el bigote y la barba, apuremos, pues, serenamente la embriagadora poción, sintamos en nuestros labios el elixir benefactor, el sabor mortal de su misericordioso veneno.




Tras de un amoroso lance,
y no de esperanza falto,

volé tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.
(Juan de la Cruz, Coplas a lo divino)

lunes, 16 de mayo de 2011

El Sudario de Laertes

"Por mí se va a la ciudad del llanto,
por mí se va al eterno dolor,
por mí se va hacia la raza condenada...
antes de mí no hubo nada creado,
a excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente.
¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!"
(Durante Alighieri, Divina Comedia, Infierno, Canto III)


“Todo viene de dentro.
Todo vuelve al interior. Todo se mantiene en el centro.
El examen del mundo circular lleva de nuevo
al hombre clarividente hasta Dios.”
(Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado 9, 13)



En el mes de Maia, dioses en la carne extraviados, vencemos nuestro urbano sonrojo cotidiano y buscamos un apropiado antro silvestre donde rendir culto a la diosa, bañados en el tibio resplandor del plenilunio, adentrándonos en las hermosas cadenas de la acción ritual. Abocados a una esperanza sin fin, mediante el cumplimiento del rito culminamos la perfección de la creación, regresando a la “Edad de Oro”, añadiendo a la Naturaleza el Arte que le falta. Creamos así una dimensión escondida, ajena a la realidad común, un ámbito cerrado en donde el deseo, los secretos y el Arte rigen por entero y sin contención alguna. Y además forman el umbral a un espacio y tiempos aislados y particulares: una “falsa puerta” a lo sagrado.
Así, renunciando una vez más al espejismo domesticado de la cordura, nos metamorfoseamos en dioses encarnados engendrados por el mismo Júpiter, y nuevamente entusiasmados, poseídos por las Musas, y arrebatados, como Virgilio, por la irresistible fuerza del Espíritu, entregamos nuestras carcasas mortales para que, armonizadas cual dóciles instrumentos, sirvan de soporte y manifestación musical y poética de lo que será y fue y es -”… por mí se armonizan los cantos y las cuerdas” (Ovidio, “Metamorfosis”, I, 517-518)-, anunciando un arte todavía más noble que sólo encuentra su justificación en sí mismo, hierogamia sagrada en la gratuidad de un eterno reposo.



Virgilio, en su Bucólica (VI, 13-14), nos habla, en el “Canto de Sileno”, de Cromis y Mansilio, dos pequeños sátiros que, mientras jugaban dando brincos y cabriolas, descubrieron en un antro al feo, grotesco y anciano Sileno ebrio, dormitando, con las venas henchidas, como siempre, del vino de la víspera. Ambos niños (pueri) se empeñan en atarlo con guirnaldas y Egle, la más hermosa de las náyades, les proporciona su ayuda. Al punto, Sileno despierta y ruega a sus jóvenes captores que le liberen de sus ataduras; a cambio, como rescate, les ofrecerá -al fin- el tesoro tantas veces prometido en falso que lleva escondido en los repliegues de su senectud y aparente fealdad, el más precioso de los cantos, aquel con el que toda la Naturaleza –ebria de su elixir- se pondrá a bailar en armoniosa cadencia, alegre y rítmica, pues “cantaba cómo se habían amalgamado, en el gran vacío, las simientes de las tierras, del soplo y del mar con el fuego líquido” (Bucólica VI, 31-33). Tras el canto del Sileno “todas aquellas cosas que en otro tiempo oyó cantar a Apolo el feliz río Eurótas, y el dios enseñó a los laureles, los valles conmovidos las llevan hasta los astros. Y, con pesar del cielo, se levantó la estrella de Venus.”
¿Cuántos desengaños y decepciones esperan al buscador sincero, antes de poder acariciar con sus dedos el codiciado tesoro? ¿Cómo aventurarse a obedecer a “sus” leyes, sin intentar conocer y ser iluminados antes por aquella hermosa luz natural que nos permite ver, por la que todas las nubes se disipan y desaparecen ante nuestros ojos, ni instruirse humildemente a su contacto para poder superar todas las dificultades, contemplando el transcurso del presente devenir con una claridad manifiesta? ¿Cómo asegurarse poder “atar” un material tal volátil, sin el concurso necesario del “ígneo resplandor” de la amatista (Génesis XV, 17), aquel con el que la náyade Egle pinta la frente y sienes de Sileno “mientras éste ya ve” con moras sangrientas” (Bucólica VI, 21-22)? ¿Tendremos la ocasión de apurar de nuevo el cáliz, luciente copa de lucidez, prodigioso espejo alquímico, donde reconocemos al fin el arte que permite a la tierra y al fuego fluir del aire que llueve?
Para que la Primavera sonría, el húmedo Sileno que necesita ser desatado, esto es, disuelto, por los jóvenes sátiros. Más tarde deberá ser clarificado poco a poco por la operación coagulatoria del arte, larga, paciente, delicada, “suaviter cum magno ingenio” de Egle, haciendo que su otrora decepcionante silencio se torne así, de este modo, “elocuente”.
La muerte atraviesa la vida. ¿Quién sino el Espíritu vivificante es quién, en una suerte de metamorfosis o transformación, misterio de la palingénesis o “nuevo nacimiento” nos mata? Si el oro falso es un sol muerto, el arte poético hace hablar a las tumbas, e incluso, como nos recordaba el Virgilio que habría de servir de guía certero al más grande poeta florentino, las hace cantar.



El plenilunio de mayo resulta una ocasión excepcional para volver a “vivir” y “revivir” los clásicos. Quizá, como le sucedió a Endimión, una invitación a dormir para no olvidar el resplandor lunar de Selene. Para mofarnos de los que quieren abocarnos a la resignación, hacernos creer que nada puede oponerse a la espesura de los necios, a las densas tinieblas que van espesándose sobre el mundo. Pero no estamos dispuestos a perder el alma, consistiendo que Virgilio y la Tradición Primordial que representa se pierdan en las arenas del olvido.
Nadie dijo que fuera fácil. El combate es lento, parsimoniosamente avanza entre tinieblas sonoras, entre huesos y espasmos compartidos. Y está lleno de pequeñeces que habrá que soportar con paciencia, dejando que el Eterno decida para qué llegaste al ruido de este mundo, dejando que sea el tumulto quien te lleve hacia el silencio compartido, allí dónde se esconde la demanda que te oriente, si Dios quiere.
Nadie dijo que, al desplegar toda la potencia inscrita en nuestra sangre, pudiésemos estar exentos de contradicciones. Y así, poquito a poco, se avanza. Con la suma ternura de quien se sabe “siendo” existencia, más allá de sujetos y objetos, en un mundo finito y entregado a la dualidad sin esperanza. Las elecciones, las ideas, las creencias, los sueños, las categorías, son cifras de una tensión misericordiosa que recorre la creación. Tensión impermanente entre lo uno y lo múltiple: “Panta rei”.
Por más que se empeño, nuestro ego no puede separarse de la totalidad desde la que “es” creyendo ser. ¿Acaso no es lo mismo, acaso toda afirmación no contiene la negación que la completa? ¿Acaso podemos nosotros decir el todo que une la muerte con la vida? ¿Acaso podemos? ¿Acaso toda soberanía, potencia y gloria no pertenecen sino a lo que permanece Inmanifestado?
Y, sin embargo, existen elecciones, conciencia de los límites en que vivimos presas las criaturas. Y el auto-engaño y la mirada al mundo. Existen tú y yo y el otro, como un misericordioso recurso divinos para que podamos jugar a encontrarnos y reconocernos, logrando trascender las aparentes diferencias. ¿Qué sentido tendría si no improvisar un “te quiero” o mostrar agradecimiento por el don de la existencia?
En vano tratamos de superar la dicotomía entre panteísmo y deísmo, entre el Todo amorfo que deviene Nada creadora, y el Dios que ha creado el mundo pero que permanece ajeno a él. En realidad todo discurso espiritual es de género autobiográfico. Cuando al-Hallaj dice: "Yo soy la Realidad", esta afirmando su ego como una manifestación de la divinidad. Pero si lo dice es que se afirma separado. Cuando Rumi dice "no soy ni cristiano ni mago ni musulmán, mi lugar es el sin lugar" está afirmando su ego, instalado en una paradoja. Está afirmando un ego que pertenece al Amado, tratando de superar las contradicciones. Pero si lo dice se afirma así separado.


Lao Tsé nos recordaba que "quien sabe calla, quien habla es que no sabe". ¿Acaso podemos decir que no existe testimonio posible de la unión? ¿Acaso la verdad al ser verbalizada se transforma en otra cosa, tal vez una máscara, tal vez un simple espejo, o en una fecunda paradoja?
Y sin embargo, es así como ha sido decretado. Somos sin ser al tiempo que el anhelo de Dios nos unifica, nos une con el mar de la misericordia, nos funde con Su fuego. Las paradojas son para habitarlas, para trascenderlas a través de la experiencia de la fusión de los contrarios: solo tiene derecho a decir "yo" aquel cuyo yo ha sido aniquilado. El resto es sólo la cháchara insustancial y pegajosa del que se cree sujeto.
Existe el no-lugar, la no-persona, el gozo sin medida. Existe un modo de desubjetivarse: no habla quien habla, el propio hablar nos habla y comunica su propia intensidad a la palabra.
Pues en verdad no hay unión ni hay separación. También esto son categorías. Hay unión sin unificación, acercamiento sin proximidad y alejamiento sin ninguna idea de lejos o de cerca. El mundo de la no-dualidad, la Jerusalén Celeste. Lugar sin lugar, límite increado.
Es la revelación: todo es revelación, incluso nuestro ego. Es la respiración, es el latido que nos acompasa. Y en el silencio brota la palabra. Y la palabra dice, inevitablemente, "yo". Cuando actuamos como si viéramos a la divinidad, pese a no verla, pero sabiendo –teniendo la certeza íntima de- que “Ella nos ve”, el Eterno habla por nuestra lengua, es los pies con los que nosotros caminamos y los ojos con que nosotros disponemos de la capacidad de ver.
"Quien se conoce a si mismo conoce a su Señor". ¿Cómo podríamos conocerLe, sin llegar antes a conocernos? Las palabras no contienen la cura de los corazones. Transitando por el camino de la belleza, tan divina como perceptible, aspiramos a llegar a alcanzar un día aquella sabiduría y dignidad que únicamente provienen del espíritu, y ensalzados por la pasión y con ansias de amor, lograr sortear victoriosos los extravíos que conducen al abismo.


Cromis y Mansilio, al descubrir la respuesta al acertijo  del Canto de Sileno y sentir el peso abrumador de la responsabilidad asumida retornan a la gruta para recriminarle… pero la encuentran vacía, porque sátiros y ninfas tan sólo existen en el lenguaje de los sueños. La penumbra de la cueva silenciosa y abandonada les hizo recordar el santuario perdido, aquel templo solitario colmado de espejos, reverberando sus mudos reflejos como las miradas de inumerables ojos perpetuamente abiertos.
Los amantes no se encuentran finalmente en ningún lugar. Están el uno en el otro desde siempre. Cuando la verdad toma posesión de un corazón lo vacía de todo menos de ella. Mientras tanto, inspirados por la paciencia de Penélope, mientras tejía y destejía incansable el sudario de Laertes, trataremos de permanecer fieles al sabio consejo alquímico: “Ne vilipendas cínere”.

Dios es celoso,
y una de las pruebas de su celo
es que no abre otro camino hacia Él
más que Él mismo.
(Al-Hallâj)




jueves, 5 de mayo de 2011

El Sueño de Argos

“Nondum amabam, et amare amabam,
quaerebam quid amarem, amans amare.”
(Agustín de Hipona, Confesiones III, 1)

"Estoy a la puerta llamando;
si alguno escucha mi voz y me abre la puerta,
yo entraré en él y cenaré con él
y él conmigo."
(Apocalipsis 3, 20)



La tradición sufi concibe la Vía iniciática como un verdadero despliegue de todo nuestro inmenso potencial de demostrar amor en aquello que hacemos, como un camino en cuyo recorrido se cosechan y exudan acciones y obras realizadas por imperativo categórico, esto es, en conformidad con el Espíritu, selladas por el inconfundible y –pese a lo que muchos puedan llegar a pensar- inimitable perfume de la amabilidad. Ya Pablo Tarso nos recordaba en su preciosa carta a los Corintios el simulacro y la vacuidad de cualquier esfuerzo, incluso el de la obra portentosa, carente de amor.
Cuando miramos atrás, comprobamos que también la nuestra es una época de debilidad y aflicción y cuenta con sus propios demonios: ayer como hoy, es la avaricia la que incita a nuestros dirigentes políticos a garantizar la consecución de sus propios intereses bajo el discreto disfraz de la parodia democrática, es la concupiscencia la que incita a nuestros sabios a traficar con las prebendas de sus cátedras para abandonarse a la fornicación, y sin duda es la vanidad la que incita a los iniciados a la hipocresía de salvaguardar la parodia de unos ritos tan pomposos como vacíos y esclerotizados, el culto a la abominación al que se refería el profeta Daniel, propio de una vida envilecida.
Pero sin embargo sería un tremendo error llegar a desconfiar por ello de la posibilidad de un servicio político realizado desde la honestidad, renunciar a la posibilidad de pureza en la transmisión altruista de la sabiduría recibida, o mostrarnos escépticos ante la posibilidad de que exista una inmersión real y comunitaria en lo sagrado durante la acción ritual.
Una vez más, sin eludir parecer obsesivamente repetitivos, proferimos la matraca de no caer en la trampa escéptica de desechar la posibilidad de un “oro verdadero” ante la constatación de tanto “oro falso” como uno encuentra a su paso.
Independientemente del nombre o la etiqueta comercial que –en un espejismo de control por apresarle o con afán de hacer marketing espiritual y lucrarnos- le pongamos, ese “oro verdadero” otorga a quien lo saborea una vida plena, aquella que se caracteriza por la liberación de los lazos con los que pretende esclavizarnos el deseo material, una entrega generosa y desinteresada –no selectiva- a los demás y el abandono de las distracciones en asuntos vanos.


Negar el “nombre” no permite negar la posibilidad de la idea. El futuro existe, primero en la Imaginación, luego en la Voluntad, después en la Realidad. Pero todos ellos han de atravesar el umbral de la vigilancia, de la atención plena y consciente que actúa siempre desde el momento presente.
Estar presentes en la experiencia del estado de ánimo que estamos viviendo, sin dejarse arrebatar por ninguna clase de torbellino emocional que nos impele a actuar de manera irreflexiva, tratando de aceptar lo que llega, sin juicios de valor, sin expectativas, en una suerte de metamorfosis silenciosa. Cuántas veces en lugar de estar y permanecer en el instante presente, en amorosa intimidad con lo divino, preferimos vivir alejados de nosotros mismos amedrentados en la ansiedad de la anticipación o rumiando un pasado que no pudo ser bañados en el lodo de la auto-compasión.
Con frecuencia olvidamos que es en esta intimidad con lo divino en donde reside el verdadero “secreto” de la realización espiritual. Allí donde el alma verdaderamente se abre a lo infinito y se expresa a través de la sonrisa sincera, la dulzura, la amabilidad, el sentimiento de gratitud y el respeto por los otros.
Y es en esta realización, proyectándonos en todas las dimensiones humanas alcanzables que evoluciona nuestra condición y se cumplen nuestros pactos más fundamentales: el pacto primordial de regresar a nuestra auténtica naturaleza latente; y el pacto de restablecer la unidad fraternal ejerciendo nuestra responsabilidad con la consciencia que se precisa. Así cumplimos con cualquier otro juramento que merezca ser respetado, pues la sinceridad en la intención y la aplicación sin tabúes del conocimiento de nuestra propia realidad y de nosotros mismos a nuestras acciones, será la que nos reafirme en honestidad y nobleza; y la que habrá de acercarnos hasta la unión ineludible en la Esencia.
¿Ofrece mayor gozo la posibilidad de existir en el mundo? No hay estados de mortificación o sacrificio en esta búsqueda y vano ha de ser cualquier afán que no conduzca a este grado amoroso de experiencia espiritual compartida, permitiéndonos superar con voluntad y valentía los velos y dificultades que nos impiden reconocernos hermanos, nos hacen creer separados los unos de los otros, y dividen y fracturan el transcurso de nuestra existencia humana.
Lo demás es soñar, devenir, abandonarse a un vano y absurdo esfuerzo de encadenar distracciones que no acaban sino facilitando nuestra huida hacia las negras profundidades de nuestro insondable abismo interior, llevándonos a sufrir los aterradores tormentos que nos aguarda en la prisión de la Nada, aquella de la sabemos que no hay muerte que pueda salvarnos, olvidados de nosotros mismos en la más oscura y absoluta de las soledades.




El novio se retrasa. Tarda. Se prolonga la vida. ¿No es esto motivo suficiente para adormecerse? ¿No es esa la aflicción desesperada de los que creen que viven, estando muertos? A diferencia de Argos, la esposa del Cantar de los Cantares vaga en la noche a la espera del Esposo anhelado. Pero cuánto nos cuesta a nosotros eso de tener que velar. La esposa vela y busca incansable porque ama. Sencillamente, aquel que ama no puede vivir sin su amado, sin su amada. Es cuando no amamos –cuando desenamorados olvidamos amar- cuando nos dormimos, cuando nos descuidamos, cuando nos distraemos y nos aburrimos, despreciando al alma en lo pequeño. Al igual que las vírgenes necias, cuando dejamos de prepararnos para la llegada del Amado y nos abandonamos al sueño, a la inercia impaciente de la cordura, dejamos de vibrar en Amor y nos contentamos con lo que salga sin esfuerzo, sin dar importancia alguna a la palabra dada ni al compromiso de la espera, como niños esclavizados al poder del estímulo fugaz y el capricho momentáneo que, incapaces de abandonarse verdaderamente al juego y tener que jugar “en serio”, transitan ansiosos de un juego inacabado a otro, tan sólo por cambiar.
Para esa clase de locura que vislumbra la grandeza tras el cotidiano escenario, esta vida se revela como un todo salvaje y engañoso, intangible e incoherente como un sueño del que -por Amor- cabe mantenerse enamorados, esto es, despertar. En el fondo, cualquier existencia se resuelve en la modestia de un gesto, en un acto tan aparentemente sencillo, ordinario y esencial como el de respirar. Inspirar, espirar. Inspirar y espirar. En cada respiración tenemos la oportunidad de recordar el don humilde de saber recibir y… -sobre todo, mimada higuera estéril, tan huraña hoy como desagradecida (Jer 2, 2)- …el don amable de entregarse y saber soltar. Id pues raudos a la tienda, a comprar el suficiente aceite con que alimentar la luz de vuestra personal e intransferible lámpara, para la que sin duda puede llegar a ser una larga y penosa espera, no vaya a ser que al llegar el Amado al definitivo y verdadero “reencuentro”, pase de largo, pues ya no nos reconozca. Quizá, como señalaba sabiamente y por el amargo dolor de la propia experiencia el de Hipona, nunca es del todo tarde, cuando la dicha es verdadera y, por tanto, buena:
“¡Tarde te amé,
Hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí y sin embargo yo fuera,
y así por fuera te buscaba;
y así dormido como estaba,
me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo.
Me retenían lejos de ti aquellas cosas
que, si no estuviesen en ti, no serían.
Llamaste y clamaste, quebrantando mi sordera;
brillaste y resplandeciste, curando así mi ceguera;
exhalaste tu perfume y embriagado respiré,
y ahora te anhelo con toda mi alma;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste y ya no quiero sino volver a tu lado
y abrasarme de nuevo en tu paz.”