lunes, 1 de agosto de 2011

El recelo de Ulises

"…et ait ei tibi dabo potestatem hanc universam et gloriam illorum
 quia mihi tradita sunt et cui volo do illa"
(Lucas 4, 6) 

“κα μ εσενέγκς μς ες πειρασμόν,
λλ ῥῦσαι μς π το πονηρο.”
(Mateo 5, 1-12) 

“Ahora que se desarraigó en él todo extravío,
resplandecen en mi corazón la Verdad y la Justicia.
Con ese anhelo mitigué el dolor de los que sufren,
sentado a mi mesa, así se sació el hambriento
y en mi abrazo pudo encontrar consuelo el afligido:
¡Soy puro!, ¡Soy puro!, ¡Soy puro!”
(Uep-rá, Libro de La Salida a la Luz del Día)



De poco le hubieran servido en aquella ocasión cualquiera de sus notorios mil ardides. Sin la providencial misericordia de Atenea, el riguroso mandato de Zeus (¿cómo si no?) y la no menos oportuna intermediación del alado Hermes, Calipso -en su vampírica y mezquina obcecación- se hubiera seguido negando a liberar al ya casi exhausto y malogrado Ulises de su tan prolongado cautiverio de casi dos años en Ogigia, para dejarlo partir al fin de vuelta a su añorada Ítaca. Siempre se ha dicho que a los mortales –que nos gusta soñarnos libres- nos resulta harto difícil eso de acabar de romper nuestros vínculos. Al menos, no resulta algo del todo imposible, gracias a (merced a la intervención piadosa de un) Dios.

Cuando tomó consciencia de que su barco se alejaba de aquella isla, cuyo nombre ya casi no recordaba, sintió como si –por primera vez- regresara a su cuerpo la vida y, mecido por el rumor amable del un mar amigo que le devolvía a casa, trató de sentir en toda su intensidad aquella hermosa luz bajo la que renacían sus ojos, el intenso sabor del regreso y –como si fuera real- reconocer eterna la gratitud de ese momento. Toda vez que fue capaz de recordar de nuevo su vacuidad y precariedad esenciales, abiertas de par en par las puertas del Jardín y traspasado el que en otro tiempo fuera umbral cotidiano, Ulises, cansado y avergonzado por tanta energía derrochada, cual hijo pródigo que retorna a casa en pos de su naturaleza primordial, aguardó inquieto el abrazo misericordioso, íntimo e infinito del Padre, tras las bendiciones y pormenores de tan largo viaje.




¿Cuántas veces nosotros, enrolados a la fuerza en este confuso y abrumador tránsito por los mundos intermedios, no habremos añorado también abrir de este modo esencial nuestros ojos y, desde el Silencio interior, reconocer de nuevo las señales que necesitamos para regresar, para lograr volver -una y otra- vez a casa?

Permanezcamos en ese Silencio, descubramos sin miedo la sabiduría que guarda, aquella que nos permitirá apreciar la inmensa Misericordia en el cumplimiento obligatorio –amado, no renegado- de la travesía de nuestra vida. Pidamos al Eterno que abra nuestro corazón para que, durante el viaje, podamos llegar a ser auténticamente humanos.  Tiempos convulsos en los que no nos resultará nada sencillo discernir la mentira de la verdad, lo real de lo accesorio, sobre todo si consentimos que nos sea arrebatado el Silencio. Ese Silencio no es el mapa sino el verdadero tesoro.



Tras su partida de Ogigia, Ulises despertó a la mirada y a la vida del Corazón, allí donde el regreso al hogar no es sólo posible sino obligatorio, necesario, sin nada que nosotros podamos realmente llegar a hacer –afortunadamente y gracias a Dios- para estropearlo, para poder evitarlo, para remediarlo. Por el poder del Silencio la piedra muerta renace, a través de Su Aliento, la arcilla se llena de conciencia por vez primera o, lo que es lo mismo, regresa de nuevo a la verdadera Vida:

Confío ya, rodeado y protegido por mis divinos guardianes:
Los hechizos de Toth desatan las ataduras que Seth anudó sobre mis labios.
La pericia del cincel de Ptah abre al fin mi boca
para que sea Uno entre los dioses.
Atum me brinda las suyas como nuevas manos.
Soy Sejmet-Wadjet, habitando el oeste del cielo,
Soy Sahyt entre las almas de On.

Después de todo, quizá no esté de más recordar que en el Silencio de Su Presencia, el alma es -al fin- quietud: “κα φες μν τ φειλήματα μν…”



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