sábado, 6 de agosto de 2011

Amor y conocimiento


¡Oh Nilo!
Por ti se han perpetuado de tus hijos las mil generaciones;
en el sur eres siempre venerado,
en el norte recibes bendiciones.
¡Tú lágrimas embebes sin enojos por el dolor del hombre,
en ti vertidas, y las devuelves luego ante sus ojos
 en abundancia y bienes convertidas!

Himno al Nilo, 2050-1750 a. EC)

“La ceguera de sus ojos no es
sino la de sus endurecidos corazones”
(Quràn XXII, 46)




Sabemos de sobra que sólo se conoce verdaderamente aquello que verdaderamente se ama. ¿Sabemos? Tenemos la certeza de que sólo resulta posible alcanzar un conocimiento real cuando éste es realizado desde el Amor. ¿Certeza? ¿Cómo podemos tener alguna certeza de estar “conociendo”, de experimentar algún tipo real de conocimiento?
El saber no puede ser definido ni como percepción, ni como opinión verdadera, ni tampoco como una explicación acompañada de opinión verdadera. Como todo paso estrecho, la aporía del conocimiento y su posibilidad real resulta un estrechamiento cognitivo difícil de atravesar sin arriesgar los maltrechos restos de cordura que pudieron haber sido rescatados tras el penúltimo naufragio.


Desde que Agripa sentara su cátedra de irredento escepticismo a finales del siglo I en sus “Cinco tropos”, los intransitables senderos de la duda parecían haber quedado reducidos a los consabidos disensio, regressus ad infinitum, petitio principii, sectio arbitrata y, cómo no, la rabiosamente “postmoderna” suscipio, tan del gusto de nuestros “intelectuales” en la cresta de la ola mediática o académica.
Por nuestra parte, siempre hemos sido dados a adherirnos a una suerte de mañas socráticas y preferimos sortear la duda y destapar la corriente moneda del “falso saber” que anega hasta los más recónditos intersticios de nuestra actual feria de vanidades, optando por escapar de la ciénaga tirando de nosotros mismos, y encontrar reposo y asueto en atajos más metafísicos y abstractos. ¿Qué le vamos a hacer?




Cuando no puedes fiarte ni de las promesas de amor eterno ni de la honestidad última de tus sentidos –siempre al otro extremo del fiable artilugio o del carísimo y ultrasofisticado aparato de penúltima generación cuántica-, solo nos resta confiar en los controvertidos “campos mórficos” de R. Sheldrake o en las no menos cuestionadas “neuronas especulares” del genial V.S. Ramachandran. O, lo que es lo mismo, de la Tradición Primordial, que hace parir hasta a los varones y nos invita a vigilar nuestro alma, descubriendo y desvelando así en nosotros (aletheia) la verdad que ignoramos –para hacernos al fin dueños de ella-  al tiempo que nos reclama a desconfiar con ironía de las públicas y democráticas certezas, y –cómo no- también de las nuestras: no es nada bueno, como ya señala el traidor en el Teeteto –y vive Dios que sabía bien de lo que estaba hablando-, confundir las apariencias engañosas con los frutos verdaderos.
¿Les he hablado en alguna vez del tema del Oro Real y el “oro falso”. No es momento ahora, dejemos esa cuestión –plagada de seductoras contradicciones y maravillosas paradojas irresolubles- para otra –mejor- reflexión. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, en la dichosa aporía del Conocimiento.
Decíamos –tan imperativos como categóricos- que sólo se conoce verdaderamente aquello que verdaderamente se ama. Que sólo resulta posible alcanzar un conocimiento real cuando éste es realizado desde el Amor. Los sutiles filtros ideológicos de una postmodernidad que se pretende tan autosuficiente, a un tiempo escéptica y desideologizada, destilan desde hace varias décadas sus ponzoñosos frutos –silogismos de la amargura que cantaría Ciorán-: una realidad de todo a 100, desencantada y constreñida a sus –nuestros- límites, cuestionable y sin sentido, un Dios –desoyendo la sabia recomendación de Witgenstein al final del Tratactus- reducido a idea, a un concepto valorable, a un mero discurso lingüístico pseudofilosofable u opinable; y su más ensoberbecida aportación a la patética e intoxicada “posteridad”, la joya entre las joyas de los venenos… la deconstrucción del Amor.



Sin saber todavía muy bien a qué o a quién “debo” realmente agradecérselo -¿o quizá si?-, cierto es que reparado, despertado a mi pesar –no digo que no-, aún tengo corazón. No me pregunten cómo, pero aún funciona, esto es, se las apaña intelectualmente para mantenerme conectado –en contacto- con lo que está más allá, es decir, de algún extraño modo que se me escapa, sabe ser el primer peldaño de una escalera que lleva –aspira- a lo trascendente.
De esa misteriosa escalera –tan real como sutil- mi corazón recibe a cada latido la vida que lo anima y que él esparce generoso por todo mi cuerpo, para asombro de amantes y ex amantes, para desconcierto de boticarios y galenos. Morada amable, en él palpitan y se concentran todas las fuerzas de mi alma en su anhelo del Eterno. En el centro de su Jardín reposan y encuentran ternura y consuelo todos aquellos que ahora comparten mi vida y –cada uno siempre a su manera- la acompañan.



Horizonte luminoso en el que Cielo y Tierra se descubren unidos, Luna llena que retoza bañada por el dulce Sol del Espíritu, en sus orillas se funden a cada instante y en prodigiosa reunión las perennes Aguas de la Vida que dan sabor a la Identidad Suprema. Sin mérito alguno. También en ti. Detente. ¿No lo ves? ¿Por qué no bebes ahora y saboreas?
 
Serrat nos recordaba la imprudencia de ir por ahí eternamente camuflados, sobre todo en lo que se refiere –esto, espero que con su permiso, lo añado yo- a escamotearse del Eterno:

No escojas sólo una parte... tómame como Me doy:
entero y tal como Soy. No vayas a equivocarte.
Soy sinceramente tuyo, pero NO QUIERO, mi amor,
ir por tu vida de visita, vestido para la ocasión.
Preferiría, con el tiempo, reconocerMe sin rubor.

Cuéntale a tu corazón (que ya lo sabe)
que existe siempre una razón escondida en cada "gesto".
Del derecho y del revés (ad Traditio)
Uno sólo es el que Es, y anda siempre con lo puesto...
Nunca es triste la Verdad. Lo que no tiene es remedio.



Quizá también nosotros seamos los primeros en estar necesitados de algún que otro revolcón de humildad cuántica, pero al igual que Bartelby, el escribiente de Melville, y por los motivos que sean –quien quiere encuentra el medio; quien no quiere, la excusa- prefiramos “no hacerlo”.

Pues eso, lo dicho. Sinceramente tuyo, sinceramente nuestro: puro Amor y Conocimiento.




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