viernes, 20 de mayo de 2011

Conium Maculatum

“Primero sed hacedores de la Palabra,
y no tan sólo olvidadizos oidores,
engañándoos a vosotros mismos”
(Santiago 1, 22)

“Conociendo primero el temor de Dios,
procuremos después ganar a los hombres”
(2 Cor 5, 11)

“El mundo es como ese campesino borracho que
cuando se lo ayuda a montar en el caballo desde un costado
se cae por el otro”
(Lutero)





Atenas,  año 399 a.E.C. El potentado Anito, en representación de políticos y artesanos, el orador Licón y el poeta Melito, fueron de aquel prestigioso tribunal los certeros fiscales. 360 contra 140 votos, triunfó una vez más la precisa máquina democrática.

Coronada de pequeñas flores blancas agrupadas en umbelas terminales y abrazada en toda su extensión por hojas alternas tripinnadas que –al ser arrancadas o machacadas- desprenden peculiar olor a ratón, el conium maculatum es una hermosa herbácea de tallo alto, acanalado y ramificado con manchas violetas en su base.

Al apurar la infusión de sus disquenios mezclada con vino, primero sintió desvanecerse su razón. Luego, en el sopor del mareo, el espeso derramarse de la saliva tras el debilitamiento de sus labios, y el estertor de las nauseas en un cuerpo que, brutalmente anestesiado y frío, ya se negaba a moverse. Aún sintió el angustioso enlentecerse de un corazón que finge extinguirse, para matarle poco después disparándosele. Critón, uno de ellos, amorosamente le cerró los ojos y la boca.

Quiero rememorar en estas líneas la noble actitud de aquel sencillo sabio de la Antigüedad que, acusado ante la polis de negar la existencia de los dioses de la ciudad, obrar contra sus leyes y subvertir a la juventud, rechazó bello y bien hecho discurso que para su defensa le ofreció Lysias: “He cumplido setenta años y no me parece apropiado aprovecharme del arte de un orador”. Saber perder –sacrificar- una vida seria (consagrada a Dios) en lugar de ceder a la tentación de conservarla, prostituyéndola con la ayuda del Ars Oratoria. Preservar veinte años de ocuparse en pensamientos, representaciones y conceptos, y querer compartidos en mayeútico diálogo a quien tuviera a bien coincidir con él en el ágora ateniense, sin ceder a burlas ni ataques. En esta hora aciaga, permíteme así presentar mis respetos a aquella vida que supiste vivir en seriedad hasta el fin, maestro menospreciado, ayer y hoy tan admirado como incomprendido. Gloria a ti, que supiste renunciar a los brillos de la falsa elocuencia y ser fiel ejemplo del “oro verdadero”.






La Escritura nos recomienda que nuestro hablar sea un sencillo “si” o un sencillo “no” (Mateo 5, 34-37), invitándonos a fijar nuestra atención sobre todo en actuar en coherencia con lo dicho. ¿Quién se atreve a dejar que su vida se exprese, aún que sea enmudecida, con una suerte de elocuencia más fuerte, verdadera y persuasiva que el arte de todos los oradores?

Quizá no damos la talla y, aprovechando el extravío pasado para alcanzar un nuevo extravío, tengamos que contentarnos con la posibilidad de esgrimir una vida más cómoda y duradera, tibia, demasiado consentida, apegada a las vanidades del mundo, que asumir los riesgos y la severidad insoportable de aquella que se pretende más seria.

De este modo, ya no será necesario sufrir la inquietud de tener que elegir entre el esfuerzo de realizar buenas obras, que acaben siendo redituables en forma de merito espiritual o, por el contrario, abolir del todo las obras, abandonándose a la pereza, perdón, quería decir a la gracia (¿en qué estaría yo pensando?).

Y sin embargo, la iniciación es algo inquietante. Conseguir expresarla con bellos cantos es un claro asunto de poetas, que no de iniciados. Conseguir simularla, incluso con enternecidas lágrimas, negocio de buenos actores, mas no de iniciados. Como ocurre con la fiebre, la iniciación se siente en el pulso de tu vida, para el que sabe reconocerla, esta no puede ser fingida o siquiera negada.




La iniciación, ese algo sin duda inquietante, no se practica únicamente en los templos y santuarios que se hayan esparcidos por esos mundos de Dios, ni es representada únicamente por el Oráculo en las “horas silenciosas” de los ritos. Antes bien, esta se testimonia y manifiesta en la heroicidad de la asumir la verdad en la propia vida.

Hay una realidad dada; la hay por cierto a cada instante. Los miles y miles y millones de “profanos” van cada uno a lo suyo: el político se ocupa de lo suyo; el funcionario se ocupa de lo suyo; el erudito se ocupa de lo suyo y el artista, también de lo suyo. El comerciante, de lo suyo; el difamador, de lo suyo; el intrigante, de lo suyo; el holgazán –no menos atareado-, cómo no, de lo suyo, y así sucesivamente. Cada uno se ocupa de lo suyo en este juego cruzado de lo múltiple que es –aparenta ser- la realidad.

Sentado aparte o deambulando como un león enjaulado, recogido en sí mismo, el iniciado, aguarda solitario -entre temores y temblores-, probado y sumido en la tribulación. Encadenado al Eterno o por el Eterno, termina prisionero de sí mismo. Y, sin embargo, aquel cautiverio resulta del todo sorprendentemente y maravilloso… hasta que llega la hora de instalar en la “realidad” aquello por lo que se ha sufrido en la tribulación.



¿Quién tiene ganas de ser iniciado? Quienquiera que –como el maestro de Aristocles- transite la ingratitud de estos caminos, con el amargo sabor del cianuro en los labios, ten por seguro que no ha sido llamado. No hay ninguno de los iniciados que no haya preferido evadirse y extraviarse en “lo suyo”, que como un niño no haya pataleado y rogado por sí mismo, en vano, pues no sirve de nada: “Tu ya no puedes volver atrás”, hay que seguir adelante .

Es entonces cuando tienes la certeza de que, en cuanto des el “primer paso” y te asomes al abismo, surgirá el horror. El que no ha sido llamado, en el momento en que surge el horror, se angustia tanto que retrocede. El iniciado, estremecido ante el horror y al darse la vuelta para escapar, ve un espanto aún mayor, verdadero “maestro de disciplina”: el espanto de la tribulación.

No se puede atemorizar al iniciado, tan lleno está del temor de Dios. Da lo mismo que lo ataquen, lo odien, lo maltraten o maldigan. Aquellos que le aprecian, le amonestan diciendo: “Basta ya, te haces y nos haces infelices, no acrecientes el horror, retráctate, no escribas más, detén tu palabra”. Es cierto, la iniciación es algo inquietante.

¿Cabe elección entre el desorden del tumulto y alboroto exterior y aquel otro que se esconde en la extinción, en quietud de la muerte? Mis escritos y reflexiones están dirigidos a despertar en quién los lea para sí –o mejor “en alto”- el veneno de una inquietud que acabe definitivamente con este último desorden, permitiendo en el atento examen de sí mismo, la magia prodigiosa de la interiorización.




A diferencia del sencillo sabio ateniense, y carente de cualquier autoridad, no hay en mí ningún deseo de ser mártir -testigo de la verdad-, ni afán heroico alguno por cambiar las cosas o reformar lo establecido. Renuncio a la bienaventuranza. Tal es mi cobardía que en modo alguno soy el indicado. Me conformo humildemente con procurar esa suerte de inquietud que concierne al enamoramiento y conduce a la introspección. Como la iniciación, todo enamoramiento es inquietante. Pero –sobre todo si es verdadero- no conlleva con él la ocurrencia de transformar la realidad ni siquiera cambiar un ápice el estado actual de las cosas. Al fin y al cabo, también a los transformadores les espera la muerte.

Sumidas en un agotador y narcisista juego de virtualidad e intercambio de identidades en saraos discretos, y todavía presumiendo de mantener la pose chic e irreverente de los “elegidos”, parece que algunos pseudo-iniciados confunden la libertad iniciática con poder dar rienda suelta al ego parlanchín en connivencia con otros egos parlanchines, sin otro afán que el de ir a lo suyo, salirse –una vez más, y otra y otra- con la suya.

El problema es que, en realidad, uno sólo “cree” convertirse en otro por la acción y dentro de una perversa estructura programada de antemano, mediante un comportamiento dirigido de manera casi imperceptible. La consecuencia de todo ello, el fin y el final de este juego interactivo de identidades “pseudoiniciáticas” es la pérdida de la propia identidad – que probablemente es lo que se buscaba desde el principio. Por lo tanto, esa inquietud introspectiva, marchamo y sello de autenticidad, permanece de todo punto ausente.




Pese a su contrastada seriedad vital, aquel sabio sencillo ateniense -que en su día ilustró las almas de los atenienses y en sus noches calentó el lecho de la friolera y colérica Xantipa- no dejó ningún escrito –digamos que en nuestros días, estaría académicamente muerto. Sus pensamientos e ideas fueron elaboradas por sus discípulos, incluido aquel traidor de anchas espaldas.

No era la primera vez que Atenas se había mostrado ingrata con sus iniciados. Podemos recordar la multa de 50 dracmas impuesta a Homero por  considerarlo loco, la condena por herético a Anaxágoras en época de Pericles, sin olvidar la intencionada exclusión de Aristocles de los escritos de Demócrito y Homero en el ideal de estado propuesto en “La República” o el perverso parricidio espiritual cometido con un anciano Parménides.

Los ciudadanos acabaron arrepintiéndose de la injustica cometida y los insignes fiscales que, por una broma del destino, acabaron convertidos a su vez en chivos expiatorios. Anito murió en el exilio. De Licón nada se supo y Melito fue condenado por calumniador. En esa oportunidad los atenienses no apelaron a las virtudes del conium maculatum sino a la expeditiva lapidación del oscuro e indigno poeta.




Regresemos a la escena final del Fedón ¿Quién querría ahora beber de un charco en el camino después de haber redescubierto “el vino” de la íntima bodega? Hoy, como ayer, resguardados en la esperanza renacida de un nuevo amanecer, sólo nos cabe gozar en soledad de la caricia de los recuerdos, con la mirada dolida del amante olvidado. Nunca hay demasiado silencio. No podemos seguir perdiendo un tiempo tan escaso como precioso, con la excusa de buscar, sin hallarlo, el “oro verdadero”. No queda otra opción. En lugar de proseguir buscándolo, habremos de concentrar todo nuestro esfuerzo en ser nosotros mismos ese “oro” que un día aguardábamos encontrar, no hay más cachavas.

No basta con mirar al espejo. Eso es insuficiente. Por más que nos duela, hay que reconocerse en él. Después de todo, la iniciación es una cosa inquietante. Eso parece claro. El dolor de toda separación no es sino el profundo anhelo del corazón por el Eterno. Es el alma sufriente la que reúne al fin amante con Amado. Seamos serios. Bendecidos por el cálido aroma del conium maculatum prendido en el bigote y la barba, apuremos, pues, serenamente la embriagadora poción, sintamos en nuestros labios el elixir benefactor, el sabor mortal de su misericordioso veneno.




Tras de un amoroso lance,
y no de esperanza falto,

volé tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.
(Juan de la Cruz, Coplas a lo divino)

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