“No todos comprenden esta palabra,
sino aquellos a quienes les ha sido dado”
(Mateo 19, 11)
“Quiera Dios que
las gentes dóciles y sensatas encuentren aquí útiles lecciones;
las gentes profundas y reflexivas, el recuerdo de sus obligaciones;
y todos ellos, al fin, instrucciones saludables”.
(Azz al-Dìn al-Muqaddasî)
“¡Cuántas noches has desgarrado el velo de las tinieblas
con ayuda de un vino que brillaba como un astro!”
con ayuda de un vino que brillaba como un astro!”
(Ibn al-Sid)
El hombre tiene conciencia del discurrir del tiempo, y ello le causa una inquietud profunda, pues, su imparable sucesión representa el cauce en que se revelan, despliegan y realizan los designios divinos, en él se sabe sometido a la ley del cambio, abocado a la impermanencia, a la decadencia y a la muerte.
Los seres humanos aislamos y sacralizamos ciertos momentos del devenir en el que nos reconocemos inmersos, para –de alguna manera- intentar detener su angustioso e imparable transcurso, para conjurar su aterrador paso. Mysterium tremendun, el Cronos que nos degrada muestra la distancia inconmovible de lo numinoso, de lo “absolutamente otro”, capaz de suscitar en nosotros un cierto sentimiento de horror, de lo que es a un tiempo pavoroso y lo fascinante.
Durante nuestra inmersión en los ritos solsticiales, nos adentramos osados en el terreno de lo inefable, atravesamos fronteras que están mucho más allá de las palabras, de modo que éstas sólo pueden abrir puertas que el corazón tiene que explorar después en territorios donde es el silencio el que llena todo con su poder tan hermoso como terrible.
Agotados por el tedioso y frustrante esfuerzo cotidiano de transformar el ego desde el mismo ego, la acción ritual nos situar a este, al intelecto y a nuestras emociones en una perspectiva mucho más correcta, arrastrándolos a las inconmensurables simas del corazón.
En ayunas, a la hora nocturna, en compañía de buenos amigos, dejamos por un día que las llamas purificadoras consuman amorosas los costras que aprisionan nuestra alma, las compulsiones familiares del ego: sexo, riqueza, y poder. Con su cálido abrazo se restaura nuestro corazón, se remueven de él los espejismos ilusorios, se cura el dolor de sus heridas y se restauran las fuerzas perdidas. Al minimizar nuestras distorsiones psicológicas, logramos sobreponernos a la esclavitud de lo que nos atrae, y ver más allá del velo de nuestro egoísmo, nos hayamos preparados para entrar en contacto con la realidad Divina del Amor. Sin el poder del Amor, sólo podemos seguir dócilmente a nuestro ego y sus deseos mundanos, permanecemos escindidos, fragmentados, disociados de nuestro propium esencial, nos distraemos y dispersamos en la multiplicidad.
Cuando podemos centrarnos y centrar nuestra atención en la presencia de la Realidad Divina , contemplando el danzar cautivador del fuego sagrado y enfrentados a las llamas de su misterio con la mente aquietada, al súbito aparecer y desvanecerse de una belleza efímera y ardiente, no sólo nos unificamos en nuestro corazón, también reconocemos nuestra unidad con la totalidad de la Vida , arrastrados por el irresistible poder de lo que no deja rastros. Así unificados, suspendidos simultáneamente en el umbral entre dos mundos tan mágicos como irreales quizá nos sentimos un poco más completos.
Obnubilados todos nuestros sentidos por el la caricia nocturna de ese fuego exterior, bálsamo ardiente que al tiempo que adormece nuestro anhelo, enciende y excita el escondido fuego interior de la rosa del corazón que -así despertada- se abre y también nos despierta. Disuelta al fin la separación, de un modo inexpresable sentimos al fin como todo el Universo responde a Su amorosa llamada, ejecutando la partitura obedientemente. Y bañados así por el fuego inefable que emana de la Fuente divina, permanecemos por un instante unificados con la Totalidad y la abarcamos en una suerte de embriagadora lucidez omnisciente.
Como certeramente señalaba Ibn Arabí (Futuhat al-Makkiya II, 532-30), durante nuestra participación en la acción ritual, experimentamos las cualidades espirituales de la Presencia como la inmersión y fluctuación a través de muchos estados de relajación y abandono en los que el corazón anhelante se expande y revive.
En su amoroso fluctuar, la rosa del corazón, sede esencial del anhelo, mediante la constante intoxicación de expansión y la aridez de la contracción, comienza a captar la Realidad Divina y llega a conocer la Belleza esencial, el Anhelo tras todo anhelo, a través de todos los cambios de estado: “el que me ama no cesa de aproximarse a Mí hasta que Yo lo amo, y cuando Yo lo amo, Yo soy el oído por el cual oye, la vista por la que ve, la mano con la que trabaja y el pie con el que avanza.”
Atraídos por el envite seductor de la multiplicidad y en conflicto con ella, nuestros egos fragmentados afrontan muchas situaciones vitales ambiguas. A la hora de abrirnos a las sutilezas que promete cualquier vía de desarrollo espiritual ¿cómo podemos tener la certeza de que no estamos siendo arrastrados por un deseo oculto de nuestro yo falso sino que, por el contrario, estamos siguiendo la guía magisterial de nuestro corazón?
El discernimiento, fruto precioso del uso sabio y consciente de nuestra razón, resplandece toda vez que somos capaces de limpiar el espejo del corazón de las distorsiones cognitivas y emocionales, de los rígidos patrones de la compulsión, de las actitudes defensivas y de los sortilegios de la ilusión y el autoengaño, despertando aquellas cualidades que más cauterizan el ego al tiempo que nos sanan, liberando nuestra alma: la humildad, la gratitud y el amor.
Sólo terminaremos de sentirnos realizados cuando consigamos vivir de manera consciente desde este espacio ilimitado del corazón. Instalados así en una suerte de Universo Misericordioso y Compasivo, todo cuanto nos suceda, nos sucederá inmersos en el interior de este Afecto ilimitado. Incluso la sordidez de nuestras habituales preocupaciones cotidianas, nuestros más vergonzosos y pequeños deseos, la agotadora turbulencia que a un tiempo agita nuestros pensamientos enredados y nuestras mezquinas emociones, serán vistas entonces desde un contexto –realidad túnel- más integrador y amplio.
La puerta de los dioses se alinea vertical sobre la de los hombres. Ambas se reúnen, al calor del rito, en el fugaz transcurso de esta noche mágica, en el centro del corazón. Noche sagrada para conjurar y expulsar –al menos durante un tiempo- los vampíricos demonios seductores de la manifestación. Cualquier cosa a la que incautos le entreguemos nuestra atención, cualquier cosa que mantengamos en este espacio de nuestra presencia, habrá de traspasarnos así sus cualidades. Toda vez que entreguemos nuestro corazón a la multiplicidad, este quedará así fragmentado y disperso. Si, por el contrario, entregamos nuestro corazón a la unidad espiritual, en ella encontraremos un confortable vaciamiento, la paz y el sosiego que nos mantendrán unificados.
Así purificado y transformado, verdadero trono del Espíritu, nuestro corazón abierto será guiado cada vez que saltemos hacia el Infinito, desafiando la caricia de las llamas y el rescoldo amenazador de las brasas. Ya no seremos los de antes, ciertamente algo habrá muerto tras el abrazo del fuego, pero de alguna extraña manera tendremos la certeza de ser ahora más humanos.
La cálida brisa nocturna de San Juan, mensajera fiel de los peregrinos amantes, transporta en la dulzura y molicie de sus alas los ardientes suspiros de aquel a quien agita la enfermedad de la añoranza, y pone certero remedio a sus males, volviendo más violento el fuego del amor y acrecentando, con ello, su anhelo y sufrimiento. Para aquellos que gozan del favor divino, su aliento perfumado anuncia todo aquello que ordinariamente permanece inaccesible a las miradas más ávidas: la proximidad al lecho nupcial, el resplandor arrebatador de la belleza del rostro bienamado, la promesa del reencuentro y el abrazo.
Encuentro nocturno y misterioso. Danzando con el fuego, en la noche más breve de las noches, el inflamado corazón del iniciado no se quema. Lleva sobre sí la humedad profunda de la tierra y sobrevive a la combustión de la luz entre las cenizas. Sus llamas purifican, hasta donde alcanzan, el borde mismo de su alma, transformándola en aquella copa milagrosa cuyo cristal refleja iridiscente el secreto del mundo, aquel “jardín en medio del fuego” en la grácil Noche de San Juan. No temamos las llamas purificadoras de la hoguera, sino al olvido, que es quien realmente amenaza al enamorado que aguarda cual gota de agua bajo el sol de media tarde:
“¿Me afligiré acaso por mi caparazón cambiante y por la llovizna,
cuando las flores del ciruelo me llaman así a la vida?
¿Me alegraré por la elasticidad de mi piel y por el sol ardiente,
cuando las flores del manzano me reclaman a la muerte?
Pronto mi propia densidad me alejará de estos polos absurdos.
Seré mi propio reflejo en la conciencia abstrusa.”
(Louis Cattieux, Poemas del Antes)