("Al Dios Solar, compañero invencible”. Inscripción de un medallón romano)
“Agios o Theos,
Agios Iskyros,
(Trisagio griego)
El Adviento constituye un periodo magnífico de espera espiritual. Miramos la gélida noche invernal esperando -quizá la gracia de que nos llegue- una Palabra desde el Cielo (nivel macrocósmico), o tal vez miramos atemorizados la negritud de nuestra alma escéptica y desesperanzada, presa del miedo y el desencanto vital, sumida en tantos desengaños que destilan un tedio amargo que parece allí instalado para siempre y reseca de un modo certero nuestro corazón a fuerza de padecer continuos sufrimientos (nivel microcósmico): ¿Hay peor lugar para el renacimiento de la Luz ?
Y sin embargo es allí –en medio de la plena oscuridad de nuestra alma- donde tiene lugar el milagro cotidiano, la victoria inesperada de la Luz que brota en el centro de aquella negrura y que –al principio de un modo insignificante, semejante a un grano de mostaza (Mt 13, 31-32)- traza los contornos donde se unen el Reino y los Cielos, el establo semi-derruido – Virgo genitrix- que será Morada Axial y Corazón de Luz tras su total rendición a la Acción del Espíritu. Un alma que se sabe esposa de la Luz y madre de la Palabra : Comunión e Invocación.
Siguiendo Situados en el Axis Mundi –estado de Gracia pasivo y activo- desde donde Cielo, Tierra e Infierno (macro y microcósmicos) nos contemplan y claudican (2 Fil 10), invocamos la presencia del Sol Invicto, involuntarios garantes de su Reino.
En el día del “Sol Nuevo” (Dies Solis Novi) comienza un nuevo ciclo (año). Por lo que nos cuentan los arqueólogos, esta divinidad solar tenía un lugar privilegiado entre los dioses primordiales (Dei Indigetes) y sus rastros abundar por doquier, ya sea en forma de símbolos, signos, hierogramas, rudimentarias anotaciones en calendarios y estelas astrológicas, en distintas dibujos realizados sobre vajillas, armas (labrint arcaicas), utensilios y ornamentos, cavernas, círculos rituales de piedra… Su representaciones más habituales son en forma de carro solar, discos radiales y cruces de todo tipo (sobre todo svásticas).
Los solsticios, por su carácter de fenómeno natural, albergan una significación simbólica y espiritual especial, ya que al ser percibidos por los sentidos, sobrecogen de un modo intenso y ayudan al ser humano a restablecer una comunicación (comunión) con aquello que le trasciende.
Con sus fases –ascendente y descendente- el Sol, luz de los hombres y de los campos, constituye el símbolo cósmico por excelencia. El solsticio de invierno, antesala de los rigores estacionales, constituía un punto crítico que se vivía con especial dramatismo, sobre todo por la inmersión en las zonas polares en la pesadilla de una interminable noche. El punto más bajo de la eclíptica mostraba un astro mortecino, el momento donde la “luz de la vida” parecía apagarse, desaparecer, precipitándose en la tierra helada y “desolada”, engullido por las aguas, por las sombras de los bosques, para desaparecer de forma irremediable.
Pero entonces, contra todo pronóstico, ese débil faro celeste remonta su posición, adquiere fuerzas para elevarse de nuevo, desprendiendo una claridad renovada. Y es entonces cuando de nuevo –tímidamente- se abre paso la vida, renace la esperanza de un nuevo ciclo, un inicio, un comenzar. La “Luz de